El kirchnerismo deja el gobierno con sus logros y sus fracasos; han sido doce años y medio de una politización intensa, en los cuales primero Néstor y luego Cristina tuvieron éxito en la división de la sociedad entre buenos y malos, amigos y enemigos, ángeles y demonios.
“Para un kirchnerista no hay nada mejor que otro kirchnerista”, podría ser la frase de cabecera del estilo político de los dos últimos presidentes.
Un estilo político que explica el traumático traspaso del bastón y la banda, los atributos de la investidura presidencial, entre Cristina Kirchner y Mauricio Macri.
Debido a que la Constitución no aclara dónde debe realizarse esa cesión hasta ahora ha venido respetándose el deseo del presidente electo: entre 1983 y 2001, tuvo lugar en la Casa Rosada; a partir de 2003, en el Congreso, junto con la posesión y el juramento solemne.
Este estilo político es previo a cualquier definición ideológica, que especialmente en Néstor Kirchner —el fundador y mentor de la dinastía— siempre dependió de lo que fuera más conveniente para cumplir con su primera regla: acumular más y más poder.
En otras palabras: hubo varios Néstor Kirchner. Por ejemplo, en los noventa, durante el auge del neoliberalismo económico y mientras se desempeñaba como gobernador de Santa Cruz, era considerado por sus pares como el mejor discípulo del ministro Domingo Cavallo.
Conforme al manual de la época, Kirchner recortó el gasto público, privatizó el banco provincial y fue decisivo en la privatización de YPF. “Era de derecha, estaba al servicio de las corporaciones”, sentenciaría un kirchnerista de esta época.
En mi libro Doce Noches, sobre la gran crisis de 2001 y su influencia en la hegemonía kirchnerista, cito al ex gobernador de Misiones Ramón Puerta, quien a mediados de enero de 2004, cuando era senador y encabezaba la Comisión de Relaciones Exteriores del Senado, lo acompañó a un viaje a Monterrey.
Kirchner ya era presidente y todavía sentía una cierta consideración por Puerta, con quien había tenido una buena relación cuando ambos eran gobernadores. Puerta me contó que aprovechó el viaje para sacarse una duda.
—Néstor, ¿por qué ahora sos de izquierda si los dos éramos los grandes alcahuetes de Cavallo, vos primero y yo segundo?
—La izquierda te da fueros, Ramón.
“Te da fueros”, te blinda frente a la denuncias sobre presuntos hechos de corrupción y autoritarismo.
Obviamente, los kirchneristas no aceptan esta “blasfemia”. Pero, ahora que se van del gobierno y tienen más tiempo libre, deberían detenerse a pensar por qué Kirchner no conocía a las Madres de Plaza de Mayo y, en especial, a Hebe de Bonafini cuando juró como Presidente. Por qué nunca las había recibido en Río Gallegos; por qué nunca se manifestó al menos preocupado por las víctimas de la represión ilegal de la dictadura.
No es la ideología sino el estilo lo que se mantuvo constante en la cúpula del kirchnerismo desde que Néstor ganó la intendencia de Río Gallegos. Por eso, cuando saltaron a la Casa Rosada, importaron de Santa Cruz su método de acumulación política: la división entre amigos y enemigos.
Esa creación de antinomias que polarizaron a la sociedad les permitió consolidar rápidamente un poder que había nacido diezmado por su segundo puesto en las elecciones de 2003 y el abandono del balotaje por parte del ex presidente Carlos Menem.
Como explico en Doce Noches, el kirchnerismo sintonizó con la nueva agenda política surgida luego de la gran crisis de 2001. Y le fue muy bien durante mucho tiempo. Pero, la opinión pública es móvil; los consensos sociales cambian. Esa mudanza comenzó en 2013, cuando Cristina perdió las elecciones parlamentarias en la estratégica provincia de Buenos Aires y terminó el sueño de una nueva reelección.
Las peripecias de la transmisión del mando presidencial revelan que ella todavía no se dio cuenta de ese cambio crucial.
*Editor ejecutivo de Fortuna; su último libro es Doce Noches. 2001: el fracaso de la Alianza, el golpe peronista y el origen del kirchnerismo.