—¿Cómo fue su niñez?
—Mi padre murió cuando yo tenía un año y meses, mi madre estaba embarazada de mi hermano más chico y fue muy difícil porque tuvimos que salir todos a trabajar desde muy chicos. Me hice peronista porque iba a una escuela de veinticinco alumnos, dieciocho íbamos con el lápiz y el cuaderno en la mano, sin guardapolvo, muchas veces con la zapatilla rota... Ocho o nueve iban con guardapolvos almidonados, zapatos, cartera, útiles escolares.
—¿Fue en la década del 40?
—Sí. Fui hasta cuarto grado primario, no terminé porque hubo que salir a trabajar. Después vino el general Perón y esa mano piadosa de Eva Perón, e hizo una revolución social: teníamos cartera, guardapolvo, zapatos, útiles… Es donde nace mi peronismo. Yo pasé mucha hambre de chico. La panadería del barrio le daba el pan duro a mi madre y, muchas veces, una taza de cascarilla y ese pan duro era la cena. Salí a hacer filete a una banquina que hay en el puerto, en Necochea. Trabajaba desde las ocho de la mañana hasta las diez de la noche, descalzo, porque tenía un solo par de zapatillas y me las ponía cuando me iba a mi casa porque, por lo general, en la banquina se trabajaba con el piso mojado.
—¿A los diez años?
—Tenía nueve cuando empecé en la banquina. Al año y medio me fui al campo. Mi madre me puso una sábana hecha con una bolsa de harina, un colchón de estopa enrollado con una cobija y lo até con un cable, lo cargué en un camioncito Ford A que era de un herrero del barrio y me fui al campo a buscar trabajo. Bajé en la estancia Los Corrales, de Alberto Gutiérrez Martínez de Hoz. Dejé el colchón en la tranquera y vi a un hombre que estaba cortando yuyos con una maquinita en un parquecito, y me dijo de dónde había salido. Le digo: “Ando buscando trabajo, señor”. Entonces, sale la señora de él y le pregunta quién soy, y le responde que ando buscando trabajo. Me dice la señora: “¿Comiste, nene?”. “No, señora”. Y le dice al marido: “¿Por qué no lo dejás pasar, Horacio?”. Y me hizo pasar. Yo vivía en piso de tierra, y cuando vi el mosaico tan brilloso, encerado, me pensaba que era lujo eso, y pisaba en punta de pie para no ensuciar. Era muy respetuoso porque mi madre nos educó muy bien: “Ustedes tienen que andar remendados pero limpitos”. Me dijo la señora: “¿Querés que te haga una milanesa?”. Yo no sabía lo que era una milanesa, y sacó carne de una heladera, la puso arriba de una tabla y le empezó a pegar con un martillo de madera y yo no entendía nada. Me preguntó cuántos huevos fritos quería, y le dije: “Uno, señora”. Porque mi madre decía, como siempre era poca la comida: “Ustedes tienen que comer con el estómago, no con los ojos”. Me sirvió una milanesa que me tapaba el plato. Me gustó. Esa fue mi primera milanesa.
—¿Qué edad tenía?
—Doce años. Vieron que quería trabajar y me dejaron. Un día estaba secando las zapatillas, y viene como corriendo el dueño del campo, Alberto Gutiérrez Martínez de Hoz, que caminaba tan rápido, y me dice: “¿Qué estás haciendo, carajo?”. Siempre decía carajo, y no era porque reprendiera. “Secando las zapatillas, señor”. “¿Cómo secando? ¿Y no tenés otras?”. “No señor, hasta que no cobre no tengo otras”. “¿Qué número calzás?”. No me acuerdo que número le dije. “Bueno, secalas, y después salí a trabajar”. Pero, automáticamente, me puse las zapatillas y salí a trabajar. Al otro día, me dice: “Gerónimo, ahí te dejé un par de botas arriba de la cama. Andá y ponételas, carajo”. Vi una caja de botas nuevas y dije: “Estas botas no son para mí”. Las dejé guardadas y me fui a trabajar como estaba. Me vuelve a mirar y me dice: “¿Y las botas, carajo? ¿No te andan?”. “Sí, señor, pero esas botas son para salir, no son para trabajar”. “Ponete las botas, carajo, que yo te las traje para trabajar”. Me puse esas botas y usted no sabe cómo me miraban los trabajadores, y decían: “¡La mierda, el mayordomo!”. Y eso me estrujaba el corazón porque era como que yo tenía algo que no correspondía conmigo. Pero me lo tuve que bancar. Después me trajo bombacha, me vistió, prácticamente. Antes de los dos meses, me llama un día y me dice: “¿Vos sabés cuánto es el sueldo que tenés que cobrar?”. Yo en ese momento no era dirigente gremial, si no, lo hubiera sabido. Saca una lista y me dice: “El sueldo de menor son cuatrocientos cincuenta pesos; sueldo de mayor, son quinientos setenta y cinco. Te voy a pagar sueldo de mayor, carajo, pero no sea cosa que escoba nueva barra bien”. Me dio a entender que no vaya a ser que después me tirara a chanta. Le dije: “No, señor, al contrario, cuando más aprenda más voy a trabajar”. Cuando fui a Necochea con mil ciento cincuenta pesos de ese momento, mi madre me dijo de dónde saqué esa plata, porque creía que la había robado
—¿En el puerto era menos?
—Treinta pesos por mes, haciendo filete. Me compré ropa, les compré ropa a mis hermanos, le dejé plata a mi madre y me fui con plata al campo. Eso significaba mucho dinero. Al año, me fui a trabajar a la papa, trabajo de hombre, rudo. Después seguí juntando maíz, después salí a esquilar. Hoy puedo decir que tengo treinta campañas de esquila en el lomo.
—¿Cuánto serían hoy esos mil ciento cincuenta pesos de sus primeros dos sueldos?
—Diez mil y pico de pesos de ahora.
—El doble de lo que gana hoy un peón rural. Eso marca un deterioro de los salarios a lo largo de los años.
—Totalmente. Antes, un padre de familia con su salario sustentaba a su familia, mandaba a sus hijos a la escuela y los terminaba mandando a las universidades.
—¿Había trabajo esclavo?
—Yo he dormido campañas enteras en una cama de chalas porque, antes, los productores no tenían una camioneta o un camión para irlo a buscar. Usted venía con la ropa para trabajar, hacía una cama de chalas, ponía bolsas vacías arriba y esa era la cama.
—Condiciones precarias.
—Se ha mejorado muchísimo. Y que hoy haya trabajo esclavo no quiere decir que uno no lo persiga. Nosotros empezamos con quince mil trabajadores en el gremio, y hoy tenemos ochocientos mil.
—¿Sobre cuántos trabajadores rurales que hay en total?
—Debe haber un millón y medio. Este trabajo lo ha hecho el gremio. El Estado tendría que tener políticas para erradicar el trabajo en negro, el trabajo infantil y la mano de obra indocumentada.
—¿Gutiérrez Martínez de Hoz pagaba en blanco?
—Sí. Me daban recibo de sueldo y jornales.
—¿Hubo una degradación?
—No. Hemos mejorado muchísimo. Lo que pasa es que las tercerizadoras, las cooperativas truchas son un fraude laboral. Cuando un trabajador viene a hacer ese trabajo y a estar en esa situación es porque en su provincia está en peores condiciones. Si no, no vendría. Esas tercerizadoras cargan gente en un colectivo, la traen de noche y la ponen en el medio del campo. Es muy difícil detectar dónde están los trabajadores. Nosotros no somos policía de trabajo. Podemos ir a relevar los trabajadores en los lugares donde nos dejan entrar.
—¿Todo es atribuible a las dificultades geográficas que la Policía Laboral tiene para llegar al campo?
—Porque es menos gasto ir a una empresa en la ciudad que ir a buscarlos al campo. El trabajo en negro, el trabajo infantil y la mano de obra indocumentada se erradican con políticas de Estado. Hay provincias que no tienen inspectores, no tienen vehículo. No tienen nada.
—Su primer empleador, ¿habría permitido trabajo esclavo en su campo?
—No. Esa persona fue un gran empleador, un gran patrón, como se dice en el campo. Hoy a mis trabajadores les digo que se tiene que terminar el “sí, patrón”. Sí, señor, a lo sumo.
—¿Los dueños de los campos actuales son peores?
—No. Los trabajadores que están en estas condiciones, por lo general, son de actividades temporarias. El trabajador permanente gana ahora dos mil doscientos diez pesos con casa y comida. Si usted analiza, son más que cinco mil pesos de cualquier trabajador de la ciudad.
—¿Conoció a Evita y a Perón?
—Ni aun siendo dirigente tuve la posibilidad de estar con Perón, salvo en el traslado: fui el responsable de llevar sus restos a San Vicente como líder de las 62 Organizaciones.
—¿Fue uno de los niños mimados de Lorenzo Miguel?
—Sí. Pero sin saberlo. Lorenzo Miguel fue el hombre que más poder político tuvo en el país desde el movimiento obrero. Y nunca se extralimitó. Fue un hombre muy metódico, que no era demostrativo.
—¿En su lecho de muerte le encomendó las 62 Organizaciones Peronistas?
—Sí. Se lo dijo a un compañero, Salinas. A Lorenzo lo mató la impotencia. Después de haber sido el dirigente que más poder tuvo en el país, ver que se cerraban las fábricas, que despedían a los trabajadores y ver que no podía hacer nada. Ver que las grandes fábricas de la Unión Obrera Metalúrgica dejaban de fabricar herramientas para pasar a ser una planta de acopio de productos importados. Eso lo mató. Yo presidía los congresos con su autorización. El único cargo que no se discutía era el de Lorenzo Mariano Miguel.
—Aquel poder, ¿sería comparable con el de Moyano?
—No. Lorenzo podía hacer y deshacer dentro del peronismo y no lo hizo. Siempre hizo primar la unidad del peronismo, la voluntad de la mayoría. Moyano es secretario general de la CGT, pero Lorenzo era secretario general de la estructura política que había creado el general Juan Domingo Perón, que eran las 62 Organizaciones Peronistas.
—Tiene una relación estrecha con los hijos de Rucci.
— Pero a él no lo conocí. Cuando vine a Buenos Aires, en 1991, ya estaba muerto. Los dos hijos de Rucci están trabajando conmigo. Claudia fue candidata a diputada por la agrupación José Ignacio Rucci del Movimiento Obrero. Hace dos años, cuando gran parte del Movimiento Obrero estaba apoyando al Gobierno nacional, le ganamos a Kirchner con todos sus candidatos, incluso a los intendentes.
—De haber coexistido más, ¿habría sido más importante Lorenzo Miguel que Rucci?
—Es distinto. La CGT es pluralista, porque si en un gremio es secretario general un radical, un socialista o comunista, tienen participación en la CGT. La política se hace a través de las 62 Organizaciones, que para eso fue creada por el general Perón.
—Hoy se lo considera como uno de los hombres más poderosos de Necochea, y dicen que muchas de esas propiedades están a nombre de sus hijas Sonia, Pamela y Yanina.
—Ellas tienen su casa propia porque son casadas. En Necochea, cuando abren una panadería, dicen: “Es del Momo”. En el allanamiento que hace Oyarbide a mi casa, en Necochea, los medios oficiales no la mostraron porque es una casa humilde. La compré cuando trabajaba en la Bolsa, hace treinta años. Nunca me fui del barrio y vivo en la misma casa. Si hubiera sido una mansión, la habrían publicado.
—¿Y qué tiene que ver usted con eso que le pasa?
—¿Y qué sé yo? Abrieron una panadería y todo el mundo decía que era mía. Y yo dije: “Lleven el pan que quieran”. Total, no era mía. Es normal que la gente hable así.
—En 2008, por la construcción en Necochea del centro termal Médano Blanco, de la Uatre (Unión Argentina de Trabajadores Rurales y Estibadores), ¿viajó todos los fines de semana en un taxi aéreo que costaba 4 mil dólares para supervisar la obra?
—No. Sí viajo en avión a muchos lugares. Tengo una ambulancia aérea para mis afiliados, que ha salvado muchísimas vidas. Y, dentro de la cápita que tengo, cuando no hay traslados aéreos y hay que pagar igual la cápita, he usado el avión si lo necesito. Pero que vaya y pague 4 mil dólares por vuelo… No.