Y un día Hayao Miyazaki regresó a los Estudios Ghibli, esa factoría japonesa que confundó en 1985 con su mentor Isao Takahata –director de Heidi, serie en la que Miyasaki también trabajó–, y el productor Toshio Suzuki. Un día de 2017, él cruzó la puerta con una nueva idea y puso la maquinaria a trabajar: sesenta animadores se pusieron a realizar un minuto de película por mes y para 2020 iban por la mitad. El pronóstico en aquel año no se modificó ni con la pandemia. Y de esta manera, en junio próximo “el Disney japonés” estrenará Kimitachi wa Do Ikiru ka (¿Cómo vivís?). En la previa a este esperado filme de animación, el Studio Ghibli Fest armó una retrospectiva –que incluso puede verse en Argentina– que incluye títulos como los premiados El viaje de Chihiro o Mi vecino Totoro.
Infancia nómade. Hayao Miyazaki nació el 5 de enero de 1941 en Bunkyo, un distrito de Tokio, Japón. Su padre Katsuji, era el director de Miyazaki Airplane, que construía timones para los aviones de combate A6M Zero durante la Segunda Guerra Mundial. Esta actividad hizo que la familia fuera algo nómade. De esta situación, la que más marcó al pequeño Hayao fue cuando, a sus 3 años, tuvieron que ser evacuados a Utsunomiya, donde le tocó presenciar bombardeos nocturnos. Una noche posterior, tuvieron que huir con la ciudad en llamas. Algunos elementos de esto aparecen en El viento se levanta, el último largometraje que había dirigido hasta la fecha, y con el que había anunciado su retiro.
Después de la Segunda Guerra Mundial, su madre, Dola, contrajo tuberculosis vertebral, enfermedad que la dejó postrada ocho años. Este hecho sumado a que él y sus hermanos tienen que intentar ser fuertes por la salud de madre, es el punto de partida de Mi vecino Totoro, filme que posicionó a Miyazaki.
El secreto. En el documental El reino de los sueños y la locura, la directora Mami Sunada ingresa a los estudios Ghibili para registrar cómo se trabaja en ese espacio mítico. Por esos días, Isao Takahata trabajaba en Los cuentos de la Princesa Kaguya, proyecto que lo tenía atribulado por cuestiones de tiempo, mientras que Miyazaki se dedicaba al armado de los storyboards de El viento se levanta. Allí él revela que “no trabajo siguiendo guía alguna. Honestamente, no sé qué tipo de película vamos a terminar”. A lo que la directora le pregunta: “¿Como si la película escribiera a través tuyo?”. Y Miyazaki responde: “Así es; de lo contrario, tendríamos problemas.”
La relevancia de ese documental es que el espectador puede asistir a los pasillos de los aclamados estudios y ver cómo funciona el “Disney nipón”: los empleados moviéndose de acá para allá, resolviendo problemas y con los “genios” trabajando y, ejerciendo el lugar de jefes, y por supuesto intentando dar respuestas a inquietudes o problemáticas que van surgiendo. Todo rodeados de papeles, computadoras, tinta, y otros materiales de trabajo que, lejos de aparentar ser de última generación, dan una postal más artesanal.
A lo largo de la cinta, Miyazaki despliega parte de su filosofía de trabajo y algunas rutinas como subir a la terraza con el personal para ver el cielo al final de las jornadas. La relación de él con sus obras es expresada así en primera persona, humanizando y desmitificando el proceso creativo. “He tenido empleados que no tenían idea de qué trataban las películas. Cuando hicimos El viaje de Chihiro, ni yo lo sabía”, reconoce Miyazaki.
Inspirar, no copiar. La película que se estrenará en junio próximo está inspirada en una novela homónima publicada en 1937, del autor Genzaburo Yoshino. Centrada en la vida de un niño y su desarrollo psicológico, Miyazaki vuelve a centrarse en la literatura infanto-juvenil, de la que fue cultor. Él formó parte de clubes de lectura que fueron fundamentales en su formación: de Lewis Carroll a Ursula K. Le Guin, y otros más. En esas historias y en esa tónica está el germen de su producción, la que se complementó con su admiración por Ozama Tezuka, escritor e ilustrador de Astroboy, a quien Miyazaki admiró, pero entendió que no debía imitar.
Pero fue Hakuya den (Panda y la serpiente mágica), el primer largometraje animado japonés en color, el que le cambió la vida y por la que decidió ser animador. En 1988, su cuarto largometraje, Mi vecino Totoro, fue un éxito tremendo. Totoro, la figura del bosque que ayudaría a las pequeñas Satsuki y Mei, haciéndoles las cosas más fáciles y ayudando cuando es convocado a hacerlo, se volvió muy popular y se convirtió en la mascota de Estudios Ghibli. Luego vendrían varios íconos, como La Princesa Mononoke, en 2001; y El viaje de Chihiro, que ganaría el Oso de Oro en Berlín –única película de animación en lograrlo–, y el Oscar a Mejor Película de Animación que Miyazaki no subió a recibirlo como protesta contra la guerra de Irak. En 2014 sí subió y aceptó un Oscar honorario por su obra y su contribución al cine de animación.