La capital de la globalización son los aeropuertos. Cada año, un número equivalente a casi la mitad de la población mundial, se emite como ticket de vuelo hacia algún punto del planeta. Transitar ese “no lugar” que son las estaciones aéreas es por momentos, estar en todas partes y en ninguna. Vivimos en un mundo que vuela. Parece mentira que alguna vez el hombre se haya figurado como un desafío a los dioses el mero intento de surcar el aire como los pájaros y que hoy sea mera normalidad. A tal punto, que hemos olvidado hasta la conquista de aquéllas mitologías. El Icaro moderno ya no le teme al sol, pero debe temerse a sí mismo.
¿Quién puede ser el villano cuando se alcanza la altura crucero? El 11 de septiembre de 2001 marcó el fin de la edad de la inocencia para los vuelos comerciales. De pronto, una aeronave colmada de pasajeros podía volverse un arma de destrucción contra cualquier blanco y contra sí misma. Nos acostumbramos a la humillación de quitarnos cinturones y zapatos en controles cada vez más sofisticados. Sacrificamos la privacidad en el altar de la seguridad. Dejamos grabadas las iridiscencias de nuestras pupilas, nuestras huellas digitales en lectores de laser y si fuera posible el alma escaneada en cualquier aduana. Vimos cómo la sospecha se convertía en un viajero frecuente, soportamos ser tratados como sospechosos nosotros mismos y aprendimos a desconfiar en defensa propia de ese hombre raro que se sienta en la fila de atrás.
Cuando creíamos tener las respuestas nos cambiaron las preguntas. La tragedia de los Alpes en la que un copiloto habría convertido su pulsión suicida en un crimen masivo que costó la vida de 150 personas, volvió a correr la línea de los miedos esta vez hacia una dimensión existencial, íntima, pero igualmente devastadora. Una traición casi paterna se proyecta de la eventual acción criminal en este caso. Si algo nos da reaseguro cuando ponemos nuestra vulnerabilidad en manos de una línea aérea, es la voz del comandante sonando latosa desde el micrófono de cabina pero augurándonos un feliz viaje mientras nos detalla que espera un buen día en el amanecer de ese destino que nos espera. Qué el héroe del viaje, ese que lleva nuestra vida en sus manos se haya tornado en el malo de la película, socava aún más nuestra lastimada confianza.
El problema no está en las estrellas. La teoría de un misil ruso tierra-aire crece como la principal hipótesis para la caída del vuelo MH17 de Malaysia Airlines que le costó la vida a 289 personas en julio de 2014. La investigación es llevada a cabo por expertos holandeses ya que la tercera parte de las víctimas era de esa nacionalidad. La idea de aviones repletos de civiles convertidos en blancos móviles en zonas de conflicto deja la dimensión conspirativa para afincarse temiblemente en la realidad. Una realidad donde no falta ni siquiera el mayor misterio de la aviación mundial, como lo es la desaparición sin rastros del vuelo MH370 -de la misma aerolínea- que llevaba 239 personas y del que nada se sabe desde el 8 de marzo de 2014.
Sin embargo, nada indica que esto impacte en la cantidad de pasajes emitidos. Según pronostica IATA (International Air Transport Association) en 2016 el número de tickets alcanzará el récord de 3.600 millones, equivalente a la mitad de la población mundial. Y aún a pesar de la espectacularidad de los episodios el año 2014 es considerado por los organismos de seguridad aérea como uno de los de menos siniestralidad. Todo indica que el avión sigue siendo el medio de transporte más seguro y que el mundo volará más y no menos, a un índice de crecimiento de más del 5% anual. De su centralidad como protagonista de un mundo interconectado provienen acaso los mayores desafios para expertos en prevención y en seguridad pero también a la hora del gerenciamiento de recursos humanos y gestión empresarial. Una vez un piloto me dijo que cualquier falla en la seguridad aérea nunca tenía una sola causa y provenía de una cadena de errores. Mayormente, errores que podían haberse evitado. El hombre vuela, y eso ya no es noticia. Se convierte en noticia sólo cuando vuela con sus falencias. La cuestión será como dejarlas en tierra. “La culpa, querido Brutus, no está en las estrellas, sino en nosotros mismos…”
(*) Este artículo fue publicado en el blog de Cristina Pérez.