Es cierto: Roberto Arlt viajaba en los vagones de madera de la línea A. Seguramente muchos compañeros suyos del diario Crítica llegaban a la redacción y subían las escaleras de la estación Sáenz Peña después de sentarse sobre esos listones todavía relucientes. Sin embargo, es difícil imaginar un réquiem compuesto por Arlt a los vagones belgas. Era más bien un entusiasta del cambio. Arlt es nuestro paleontólogo de lo nuevo, porque fue su explorador. Nunca elegíaco.
Viernes a mediodía. Con la fotógrafa de PERFIL esperamos en la estación Acoyte a que llegue una formación de los viejos vagones de madera. No somos los únicos. Con sus camaritas (incluso, me señala la fotógrafa, con una camarita cargada con película, es decir tan arcaica como los vagones que saldrán de servicio), hay una decena de personas tomando fotos para su álbum personal de recuerdos.
Los habituales pasajeros del A (de los que formo parte) hacemos abstracción temporaria del mal servicio, del movimiento irregular de esos vagones destartalados y de las maldiciones cotidianas a la empresa, para convertir a los vagones en un memento mori: ellos van a desaparecer y nosotros creemos que vamos a recordarlos.
Es posible que no los recordemos dentro de algunos meses, como no recordamos los colectivos fileteados a mano, ni las fotos de Gardel que decoraban sus tableros y parabrisas. Se fueron al museo.
La ciudad moderna es eso: capas de renovación hecha posible por capas de olvido. París o Berlín son, por razones diferentes, ejemplos emblemáticos. París es una ciudad del siglo XIX donde sobreviven un puñado de edificios de los tiempos anteriores. Todo lo demás desapareció, como desaparecerán los vagones del subte A. Berlín es una ciudad cuya vitalidad y cuyo pulso se asientan sobre el campo de ruinas donde se la reconstruyó, modernísima, en la posguerra.
Es curiosa la paradoja: en una cultura que empuja el televisor del año pasado hacia la montaña de basura contaminante para dar lugar al plasma de este año; donde el celular que cumple perfectamente sus funciones se acumula en el basural de lo viejo en el mismo instante en que una publicidad anuncia los precios más bajos de un smart-phone, pareciera que reservamos el espacio público para un desván nostálgico. Allí parece adecuado conservar objetos que nadie tendría diez minutos más en su casa.
Nadie acumula las diversas versiones de licuadoras que usó en su vida. Pero puede lamentar que una línea de subterráneo no nos ofrezca más la posibilidad de viajar en modelos centenarios, cuyo equivalente en autos o motos estarían destinados a un museo del transporte.
Los vagones belgas del subte A fueron usados demasiado tiempo. Por impericia y negocio, por lucro y desidia, siguieron bamboleándose sobre los rieles que corren bajo Rivadavia hasta Plaza de Mayo. Fueron tecnología moderna y hoy son simplemente un arcaísmo.
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