SOCIEDAD
A 25 AOS DE SU MUERTE

La tumba de Cortázar es una gran atracción turística

Miles de fanáticos se acercan cada día y le dejan algún recuerdo. Cartas, cigarrillos, boletos de metro, frases de sus libros. Todo vale para hacerle saber cuánto lo admiran. Fotogalería. Galería de fotos

Los restos de Julio Cortázar descansan en el cementerio de Montparnasse, en París.
| Fernando Pittaro

No hay argentino que no planee ir a visitarlo si se encuentra por unos días en París. Pero no sólo argentinos. Lectores desperdigados por el mundo llegan a la “ciudad luz” con el ánimo de rastrear las huellas que dejó el escritor nacido en Bélgica hace 95 años. Y hay varios caminos posibles. Algunos irán en busca de la Maga en el Ponts des Arts. Otros optarán por mirar las peceras del Quai de la Mégisserie para recordar con nostalgia el capítulo 8 de Rayuela. Habrá quien quiera pasar por el café Old Navy del Boulevard Saint Germain y sentarse en la mesa donde pasaba sus tardes. Y estarán los que prefieren ver de cerca al maestro de la obra. Estos se dirigen como cronopios autómatas al barrio de Montparnasse. Toman la línea 6 de metro y bajan en la estación Edgar Quinet. Y allí el juego recién comienza.

En el célebre cementerio descansan entre otras personalidades: Charles Baudelaire, Jean Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Samuel Beckett, Emil Cioran, Porfirio Díaz, Marguerite Duras, Emile Durkheim, Guy de Maupassant, etc.

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Encontrar la tumba de Julio Cortázar en el cementerio de Montparnasse es una verdadera aventura, como una rayuela sin números. Como si el escritor hubiera sabido de antemano que iba a someter a sus lectores a una búsqueda lúdica, del mismo modo que lo hizo en su literatura.

Según el dibujo que ofrece el mapa oficial elaborado por la administración del cementerio, desde la entrada principal hay que caminar doscientos metros y doblar a la derecha sobre la calle Allée Lenoir, tomar una pequeña diagonal y listo. Pero no es tan sencillo. Hay que dar varias vueltas alrededor de la 3ª división, dispuesta en forma circular, para hallar las tumbas de Julio Cortazar (1914-1984) y de quien fuera su última mujer, la escritora canadiense Carol Dunlop (1946-1982).

Cuando uno encuentra esa pequeña callecita interna, camina unos diez pasos, deja de lado a un par de muertos desconocidos y se topa con algo llamativo. Una tumba que corta la monotonía y la frialdad del lugar.

Dos lápidas simétricas se disponen una al lado de la otra. Son las únicas diferentes en todo el cementerio. Una escultura diseñada por los argentinos Julio Silva y Luis Tomasello (en palabra de uno de los autores: “representa esos bichos raros de los que escribía Cortázar”) es señal de que ahí descansa a quien vinimos a visitar.

Su tumba es como una obra de arte en construcción permanente. Sobre el mármol blanco hay escritas frases de agradecimiento y cariño. Turistas de todo el mundo se acercan y le dejan algún recuerdo: flores, una copa de vino, un cigarrillo, un boleto de metro, un ejemplar de rayuela editado en francés envuelto en una bolsa de nylon, un paquete de yerba, cartas, etc.

La tumba tiene una pequeña hendidura donde van a parar las rayuelas dibujadas en papel, las frases de sus libros escritas detrás de tickets de metro o de supermercado, piedras, pero sobre todo cartas. Hechas un ovillo o sostenidas por algún objeto de peso descansan misteriosas en ese buzón espontáneo.

“Gracias Julio por el capítulo 93 que cambió mi vida”, “Siempre te encontraré”, “Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca… gracias”, “Gracias por mostrarme el camino al cielo”, “A la Maga que con su hermosura dio a mis ojos la dicha de conocer la genia más preciosa del edén”.

Dentro de la prolijidad que exhibe el cementerio de Montparnasse, hay un pequeño rincón que cambia de colores y se renueva todos los días. Son unos pocos metros de tierra que el escritor se reservó para seguir jugando con sus lectores. Un cronopio que renace cada mañana cuando siente que algo se mueve. Son las muestras de afecto multiplicadas en miles de fanáticos que llegan de todo el mundo para confirmar si realmente está muerto. Seres anónimos van con su cámara de foto, una lapicera y un papel. Quieren hacerle sentir que están con él. Que lo leyeron, que lo disfrutaron, que lo quisieron. Después se marcha en calma y con el pecho inflado desafiando el viento frío del mes de Febrero. Saben que descansa en paz. Y está bien cuidado.

Un sinfín de frases escritas sobre el mármol que lo cubre es la sábana perfecta con la que se tapa cada noche antes de irse a dormir. Y al otro día empieza de nuevo el juego. Él que se esconde, ellos que lo buscan. Como alguna vez el propio Cortázar se preguntó si encontraría a la Maga.

Al lado de unas flores ya marchitas y de una vela que sigue encendida, un tal Lucas le dejó dibujada una rayuela, y al pie de la misma escribió: “Que descanses en la eternidad de tu genio”. Es un buen resumen de la admiración de sus lectores. Es una reacción de afecto por parte de quienes durante años disfrutaron, amaron y sintieron sus obras como parte de la vida.

(*) especial para Perfil.com