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Conquistadores y naturales: cosa de reír o de llorar

Una extraña institución intentó, como pudo y en medio de muchas contradicciones, poner algo de justicia del lado de las poblaciones indígenas en la América conquistada por los españoles, donde, de todas maneras, los abusos eran obvios y constantes. Para el autor de “Defensoría de Indias: Una singular institución colonial hispanoamericana”, la realidad de esos esfuerzos puede estar a mitad de camino entre la “leyenda negra” y la influencia del derecho romano a través de personajes como el complejo fraile dominico Bartolomé de las Casas.

Conquistadores y naturales 20230226
Conquistadores y naturales | CEDOC

Las leyes de Burgos y sus efectos.

La controversia producida por la relación del europeo con el indígena en América, entre muchas otras cosas, generó –aunque los protagonistas no lo supieran– una mirada antropológica diferente y por momentos sorprendente, favoreciendo la evolución del derecho al reconocer condición de personas a los pobladores originarios, a los que muchos no consideraban como tales. Esto puede parecer escandaloso, pero es tan escandaloso como que más de quinientos años después, los pueblos originarios de nuestro continente, a quienes nadie niega hoy su condición de persona, sigan siendo mayormente, desposeídos, pobres y vulnerables.

Si bien no hace al tema, no puede pasarse por alto que en aquellos años la mujer era considerada un “ser no racional, del cual no se sabe si disfruta de alma”, de acuerdo a lo que habían venido sosteniendo Aristóteles y Tomás de Aquino. El tan admirado Erasmo de Rotterdam escribió magna, “Elogio de la locura”, que “la mujer es, reconozcámoslo, un animal inepto y estúpido, aunque agradable y gracioso”.

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Sin perjuicio de lo dicho, España, escribió Friede, “pretendió incorporar al indio con mayor o menor rapidez a la sociedad colonial que se organizaba precipitadamente en América, sociedad impregnada de técnicas y culturas que se habían elaborado en Europa durante milenios mediante una lenta y paulatina evolución. Tal trasplante se efectuó por medio de la conquista, es decir por medio del empleo de la fuerza y contra la voluntad de la población aborigen”. En ese sentido puede decirse que los españoles no sumaron cultura a la ya existente, sino que la sustituyeron casi totalmente.

Conquistadores y naturales 20230226

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Las primeras denuncias en la Corte sobre los atropellos a los “naturales” por parte de los conquistadores, las hicieron frailes dominicos. El primero, en 1511, desde el púlpito de Santo Domingo, en La Española, frente al virrey Diego Colón, la hizo el valeroso Antonio de Montesinos, que con su prédica posibilitó que en diciembre de 1512 se sancionaran las llamadas leyes u ordenanzas de Burgos firmadas por el rey Fernando el Católico. En torno a la decidida actitud de Montesinos no puede omitirse una referencia al respaldo que le brindó fray Pedro de Córdoba, figura central en esta lucha contra los abusos de los conquistadores-colonizadores con los “naturales”, un poco desdibujada finalmente, tal vez por haber sido el primer inquisidor general del Santo Oficio en el Nuevo Mundo.

El intérprete es interpretado y el descubridor es descubierto, en una realidad doble

Las fuentes antes citadas en torno a los problemas de “conciencia” que aquejaron a los Reyes Católicos de convertir en esclavos a los indígenas, pueden considerarse sus prolegómenos. Las Leyes de Burgos fueron el primer cuerpo legal dictado para las Indias con carácter general. Expresaban la voluntad de la Corona por convertir a los indígenas al catolicismo y al mismo tiempo protegerlos en sus libertades y derechos contra una forzada e inhumana explotación. La sanción de las Leyes de Burgos marca el origen de una confrontación ideológica que posicionaría de una parte a la corona, por lo menos hasta los tiempos de Felipe II y las órdenes mendicantes (sobre todo la de los dominicos también llamados predicadores) y de la otra a los conquistadores y colonos sumado a otro sector de la Iglesia. Es evidente también que, como reconoce el antropólogo Guillermo Bonfil Batalla, fue “la lucha entre la corona española y los intereses de los conquistadores, lo que propició la legislación de Indias del siglo XVI, en muchos aspectos protectora del indio”.

De todas maneras, la corona pronto tomaría una posición dual que la fue alejando de sus preocupaciones originarias. Como ilustra Patricio Lazo González recogiendo una versión de Enrique García Hernán, el rey Felipe IV censuró partes de “Política indiana” de Juan de Solórzano Pereyra, el más importante de los juristas indianos, por razones políticas, a raíz de un texto en el que decía que los indios preferían ver a sus hijos muertos antes que enviarlos a trabajar en las minas para los españoles.

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Entre los afanes y la codicia del conquistador-colonizador y estas interpelaciones “morales” que sancionaban las Leyes de Burgos, la situación se presentaba bastante caótica. Dice Friede que los informes llegados de América “solo podían producir confusión, y son en gran parte responsables de la legislación ilusa y a veces abiertamente contradictoria con que se quiso solucionar el problema indígena en el siglo XVI”. Sobra decir que, dadas las circunstancias, la legislación indiana, según Friede, hace “honor a España si se la juzga por el contenido formal de las leyes”.

Es muy cierto que, como dice Tomás y Valiente, “todo viajero camina con su cultura como equipaje e interpreta lo que encuentra con arreglo a las categorías que su cultura le proporciona”. “El viajero es para quien vive en el país visitado, un forastero, el que llega de más allá de las murallas de la cultura que aquel considera descubierta. El intérprete es interpretado; el descubridor, descubierto, y el descubrimiento de un Nuevo Mundo es en realidad doble: un encuentro entre dos mundos recíprocamente nuevos”. “Encuentro pleno de ignorancias y malos entendidos”, que se tensiona –agregamos– y se rompe inevitablemente favoreciendo al más fuerte: “la fuerza de las cosas se inclina siempre a destruir la igualdad”. 

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La palabra encuentro como explicación del “descubrimiento” de América, pese a la gran consideración que nos merece el historiador del derecho español, no pasa de ser un eufemismo para aliviar la dureza de la palabra conquista. Y no puede ser entendida de otro modo.

Hubo una cultura extrapolada dominante y otra hundida y dominada. “No es posible considerar como ‘descubridores’ –dice Arciniegas–, a quienes en lugar de levantar el velo del misterio que envolvía a las Américas, se afanaron por esconder, por callar, por velar, por cubrir todo lo que pudiera ser una expresión del hombre americano”. La indígena quiché guatemalteca Rigoberta Menchú, que recibió el Premio Nobel de la Paz en 1992, afirma que “no debemos olvidar que cuando los europeos llegaron a América, florecían civilizaciones pujantes. No se puede hablar del descubrimiento de América, porque se descubre lo que se ignora o lo que se encuentra oculto. Pero América y sus civilizaciones nativas, se había descubierto a sí mismas mucho antes de la caída del imperio romano y del medioevo europeo”.

Nadie lo ilustra mejor que el gran escritor bahiano João Ubaldo Ribeiro cuando escribe: “Antes de la reducción, la aldea estaba poblada por gente muy ignorante que no tenía siquiera una pequeña lista en la que se consignara qué estaba bien y qué estaba mal y que en realidad ni disponía niquiera de buenas palabras para designar estas dos cosas tan importantes. Después de la reducción se vio que algunos eran malos y otros eran buenos, lo que antes no se sabía”. 

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Ninguna solución por bien intencionada que sea llega a tiempo en esos casos. En su misma formulación, concretado ya el dominio político y territorial del continente, las “soluciones” a los “problemas de conciencia” encontraban alternativas engañosas. Es así que, en julio de 1513, el conocido jurista de la Universidad de Salamanca Juan López Palacios Rubios prepara en Valladolid un singular documento llamado de “requerimiento”, que se proponía “imaginar” un relacionamiento de los conquistadores europeos con los “conquistados” según fuese la capacidad de comprensión de estos últimos. Para el venezolano Mariano Picón Salas, era “aquel curioso ‘requerimiento’ (una) especie de tratado de teología al aire libre, que cada conquistador está obligado a leer ante sus posibles contendores indígenas, antes que suenen las trompetas, se enciendan las culebrinas y desboquen los caballos sobre las broncíneas tribus asustadas”.

”No puede el buen árbol dar malos frutos, ni el árbol malo dar frutos buenos”

Para valorar cabalmente este instrumento técnico legal dirigido a los indígenas, no puede omitirse la irónica mirada del filósofo e historiador Tzvetan Todorov: “Este texto, curioso ejemplo de un intento por dar una base legal al cumplimiento de los deseos -escribió el búlgaro-, comienza con una breve historia de la humanidad, cuyo punto culminante es la aparición de Jesucristo, al que declara ‘cabeza de todo el linaje humano’, especie de soberano supremo que tiene bajo su jurisdicción al universo entero. Establecido este punto de partida, las cosas se encadenan con toda sencillez: Jesús transmitió su poder a Pedro, y este a los papas que le siguieron; uno de los últimos papas regaló el continente americano a los españoles (y en parte a los portugueses). Establecidas así las razones jurídicas de la dominación española, ya solo falta asegurarse de una cosa: de que los indios sean informados de la situación, pues es posible que no se hayan enterado de esos regalos sucesivos que daban los papas y los emperadores. Eso es lo que va a remediar la lectura del ‘requerimiento’ hecha en presencia de un oficial del rey (pero no se menciona a ningún intérprete). Si los indios se muestran convencidos después de esa lectura, no hay derecho a hacerlos esclavos (en eso es en lo que el texto ‘protege’ a los indios con concesión de un estatuto). Sin embargo, si no aceptan esa interpretación de su propia historia serán duramente castigados [...] Hay una contradicción evidente que no dejarán de subrayar los opositores del ‘requerimiento’ entre la esencia de la religión que supuestamente es el fundamento de todos los derechos de los españoles y las consecuencias de esta lectura pública: el cristianismo es una religión igualitaria, pero en su nombre se reduce a los seres humanos a la esclavitud. No solo se confunden poder temporal y poder espiritual, lo cual es la tendencia de toda teología de Estado –provenga o no del Evangelio–, sino que además, los indios solo pueden elegir entre dos posiciones de inferioridad: o se someten por su propia voluntad y se vuelven siervos, o serán sometidos por la fuerza y reducidos a esclavitud [...] Se postula de entrada que los indios son inferiores pues los españoles deciden las reglas de juego”.

Precisamente, refiriéndose a este ominoso instrumento, Bartolomé de las Casas dice que no sabe si lo “absurdo” de su contenido “cosa es de reír o de llorar”. Es por el tiempo de la sanción de las Leyes de Burgos en que toma notoriedad Bartolomé de las Casas, propicio e influyente abanderado de la defensa de los indígenas contra el maltrato de los conquistadores-colonizadores. La muerte del rey Fernando en enero de 1516 hizo que la regencia de Castilla recayera en el franciscano cardenal Francisco de Cisneros, que tuvo con de las Casas varias entrevistas y aparentemente acogió en cierto modo los reclamos de fray Bartolomé. En 1516, el regente dispuso la primera política oficial sobre la situación de la población indígena, para lo cual dictó unas “Instrucciones”, y encargó a tres frailes de la Orden de San Jerónimo que se trasladaran a las Antillas para llevar a cabo una serie de reformas, de modo especial con relación a la abrumada situación de los indígenas, para la cual los empoderó debidamente. 

Dichas instrucciones contemplaban tres hipótesis para que los pueblos originarios: 1)viviesen libremente; 2) tutelados, o 3) con el régimen de las encomiendas ya imperante. Una vez llegados los jerónimos a La Española y después de un estudio del medio, desecharon la posibilidad de que los naturales vivan en libertad porque iba a resultar social y políticamente inviable en vista del hecho mismo de la conquista. Descartaron también el sistema de las encomiendas establecido, por abusivo y explotador. En consecuencia, resolvieron proponer un régimen de pueblos tutelados que era el que también propiciaba por entonces De las Casas. Las opiniones no fueron unánimes y uno de los monjes, partidario del mantenimiento de las encomiendas, abandonó la misión y regresó a España. Los jerónimos, tampoco contaron con el pleno apoyo de los dominicos ni de otras órdenes religiosas y menos de los pobladores de origen español, que prontamente pidieron el regreso de los frailes a Europa. Pese a todo, investidos de autoridad para hacerlo, los jerónimos llevaron adelante su plan estableciendo un régimen de reducciones que fracasó porque en buena medida partía de la base de los derechos de los indígenas y de sus condiciones de personas libres, cosa que estaban lejos de ser. En una palabra, la misión de los jerónimos no tuvo buenos resultados al punto de haberse considerado sospechosa de claudicación frente a la arrogante intransigencia de los encomenderos.

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Como dice Friede: “Los abusos e injusticias que se cometían con la población indígena eran tan obvios y persistentes, que en la primera mitad del siglo XVI solo en muy raras ocasiones se puede encontrar un religioso que no admitiera su existencia y no clamase por el correspondiente castigo, sea cual fuese su tendencia en relación con el problema indígena. No todos los teólogos exigían por este motivo la abolición de la encomienda o de la esclavitud indígena, pero casi todos abogaban por la imperiosa necesidad de una severa reglamentación y vigilancia de las actividades de los españoles asentados en América. Tal vez aquellos doctorados teólogos (incluyendo a Bartolomé de las Casas) no relacionaron las advertencias que se leen en el Evangelio de Mateo con la realidad que se relataba y menos que se vivía en los territorios recientemente conquistados: “Guardaos de los falsos profetas que vienen a vosotros con vestidos de ovejas, pero por dentro son lobos rapaces” (7:15). 

“No puede el buen árbol dar malos frutos, ni el árbol malo dar frutos buenos” (7:17). La proposición evangelizadora que se invocaba y el hecho mismo de la conquista, contradictorios en sí mismos, efectivizaban rudamente la advertencia bíblica. Eran los inexorables frutos de la conquista iniciada en 1492.

Pero más allá de la situación que pudiera afectar la sensibilidad de cada uno con relación al abusivo sometimiento de las poblaciones indígenas, todos los reclamos que se hicieron, más que en un imperativo de la conciencia individual, fuese religioso o no, se sustentaban, por lo menos hasta casi un siglo después de la llegada de Colón al Nuevo Mundo, en las llamadas Leyes de Burgos, es decir, en el derecho escrito. La ley no callaba ni omitía la situación, hubo lisa y llanamente abuso y aprovechamiento de la fuerza en las malévolas ambiciones de los conquistadores-colonizadores en contra los habitantes originarios de América.

Los abusos e injusticias contra los indígenas eran obvios y persistentes

Uno de los más importantes efectos de las ordenanzas de Burgos –que confirma lo que acabamos de decir– fueron las llamadas “leyes nuevas” sancionadas en 1542 por el emperador Carlos V, que ordenaron suprimir las encomiendas que favorecían a funcionarios, prelados y conventos y prohibirlas para el futuro de modo tal que al caducar las encomiendas ya concedidas (durante la vida del conquistador y la de un heredero), los indígenas deberían quedar en libertad. Previendo que iban a ver muchas dificultades para aceptar estas normas (como las hubo) y que podían convertirse en letra muerta (como cayeron por vía de su derogación), la Corona nombró funcionarios enérgicos y capacitados para hacerlas efectivas. 

Al mismo tiempo se crearon audiencias en Lima y Guatemala con el encargo especial de velar por el cumplimiento de estas leyes. 

José María Ots Capdequi –a quien venimos siguiendo en este punto– nos informa que “la protesta como se esperaba, fue general y violenta. En el Perú, el rigor inflexible del virrey Blasco Núñez Vela provocó una sangrienta sublevación que costó la vida al propio virrey. En Nueva España, la prudencia del visitador Tello de Sandoval y del virrey Antonio de Mendoza, evitaron que lo sucesos tuvieran también derivaciones trágicas. Se suspendió la aplicación de estas leyes, y entretanto, el cabildo de la ciudad de México, envió sus procuradores a España para elevar ante el monarca las quejas de los encomenderos, consiguiendo al cabo en 1545 la derogación de aquellas leyes de 1542 que ordenaban la abolición de la encomienda, por la que tanto había luchado Bartolomé de las Casas.

Obispos defensores

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La historia de la Defensoría de Indias puede dividirse en tres períodos. El primero, el de los tiempos en que los defensores eran los obispos en el ámbito de sus jurisdicciones episcopales (aunque en ciertas circunstancias lo ejerció el fiscal de la audiencia). El segundo en el que la función recaía en un magistrado autónomo desligado de cualquier otro cargo, y el tercer período, en el que esa función fue desempeñada por el fiscal del crimen de la audiencia. Es patente que la idea de transferir esa tarea de la competencia episcopal a la civil significó ir modificando su naturaleza de “defensor” para asumir la de “tutor”.

A partir de 1530 la corona otorgó de oficio a los prelados en América el título de protector de indios, definiendo –algo confusamente– sus prerrogativas. Esta decisión guardaba relación con la nueva realidad que mostraba la Iglesia, después de que Isabel de Castilla hiciera una profunda reconstrucción eclesial, más afín con la idea misional que imponía el dominio español en Granada, las Canarias y el Nuevo Mundo y con los aires de reforma religiosa que se veían venir en Europa.

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Habiendo erigido y dotado los reyes de España iglesias y conventos en las Indias en la época de su arribo a América, se declaró inherente a la corona el derecho de patronato por disposición de la sede apostólica. El pontífice se reservó las cuestiones relativas a la fe, pero la corona obtuvo la delegación de la autoridad papal en todo lo que correspondiera a los intereses materiales de la iglesia y sus bienes. “A los reyes del Nuevo Mundo les había nacido un nuevo brazo de poder: la Iglesia era una parte del Estado”. Para garantizar una sólida lealtad, el rey aseguró a la Iglesia una renta permanente con la percepción del diezmo que pagaban todos los productos de Indias. “El poder así delegado en los obispos del Nuevo Mundo los transformaba en funcionarios reales de primera magnitud. Por el mismo motivo, los reyes pondrían especial y directo interés en elegir a los mitrados de entre los hombres más capaces y leales”. Para los Reyes Católicos este fortalecimiento de la investidura episcopal, fue una verdadera “política de Estado patentizada a partir del Concilio de Sevilla de 1478 en el que quedó establecido que no se consagrarían obispos a quienes no fueran súbditos de las coronas de Castilla y Aragón. Tanta era la fortaleza política y material de los obispos que, según una tradición oral, Francisco de Cisneros no aceptó en principio ser arzobispo de Toledo, porque su solo desempeño implicaba cometer pecado.

No debe sorprender entonces que en aquello que la casa reinante considerara de importancia estratégica, se le confiriera al episcopado la Protectoría de Indios, más allá de las responsabilidades que a los diocesanos correspondía por derecho canónico. El filósofo argentino Enrique Dussel considera que “el Consejo de Indias, ante el fracaso de las autoridades civiles en promover la defensa del indio, consideró que la única fuerza espiritual capaz de llevar a cabo dicha función era el episcopado. El rey investía al episcopado como institución con la función de defensa, protección y conversión del pobre, del indio, del maltratado, y esta última asumía así, por carga real, lo que su función apostólica llevaba ya implícito por mandato evangélico y consagración episcopal.Aunque posteriormente se consagrara oficialmente el nombre de protector de indios, se solía usar también la denominación defensor, a pesar de que la palabra “defensor” antes que al desempeño del oficio de protector, aspecto que ocupa una parte tangencial (diríamos procesal) de sus acciones por su cercanía a una idea de tutela, está pensado como la acción de sostener, de amparar, de proteger un derecho.El proyecto de Bartolomé de las Casas y de las órdenes mendicantes en general, no iba muy de la mano con la idea de asignar la Defensoría de Indios a los prelados eclesiásticos. Obsérvese la precavida sugerencia que fray Bartolomé hace al papa Pío V, dominico como él: “la experiencia, maestra de todas las cosas, enseña ser necesario en estos tiempos renovar todos los cánones en que se manda que los obispos tengan cuidado de los pobres captivos, hombres afligidos y viudas, hasta derramar su sangre por ellos según son obligados por la ley natural y divina, a V. B. humildemente suplico que renovando estos sacros cánones mande a los obispos de Indias por sancta obediencia que tengan todo cuidado de aquellos naturales los cuales, oprimidos con sumos trabajos y tiranías... V. Sd. mande que los dichos obispos defiendan esa causa poniéndose por muro de ellos, hasta derramar su sangre [...] Grandísimo escándalo y no menos detrimento de nuestra santísima religión es que en aquella nueva planta de obispos y frailes y clérigos se enriquescan [...] por lo cual a V. Sd. humildemente suplico que declare los tales ministros ser obligados [...] a restituir todo el oro, plata y piedras preciosas que han adquirido porque lo han llevado y tomado de hombres que padecían extrema necesidad y que hoy viven en ella.

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Como fuera que fuese, al no estar debidamente establecidas sus funciones, sumado a la evidente mala fe en el obrar de los conquistadores-colonos y algunas autoridades, se debilitaban las facultades de los prelados episcopales y se producían azarosos conflictos con las autoridades civiles.Los primeros obispos de Nueva España, como el controvertido Juan de Zumárraga en México y Julián Garcés en Tlaxcala, recibieron (entre los primeros) un nombramiento específico de protector. En 1544, cuando fray Bartolomé es nombrado obispo de Chiapas, asume oficialmente y desde esa posición propone a Felipe II crear el cargo en la misma Casa de Contratación de Sevilla. De las Casas afirma que Cisneros consideró “conveniente que en la Corte hubiese alguna persona que tuviese cuidado de procurar lo que cumpliese a los indios de modo que el título de “Protector Universal” pudiera referirse al oficio de defensor en España y no en América. “La cuestión de la representación jurídica de los indios era, por consiguiente, un reto no solo en el  Nuevo Mundo sino también en los reinos de Castilla donde todos los negocios se determinaban en última instancia”.Según Caroline Cunill, en un trabajo muy importante para el conocimiento de esta institución, “la primera mención explícita relativa a la creación de dos cargos de defensores de indios se encuentra en las ‘conclusiones sumarias sobre el remedio de las Indias’ que fueron presentadas ante Carlos V en 1542. De las Casas no era el único en reivindicar el proyecto: formaba parte de un grupo integrado por varios dominicos. Además, en el llamado octavo remedio se le recomendaba al emperador nombrar [...] ‘un procurador universal de todos los indios que entre en el Consejo de Indias, como entra el fiscal, y tenga cargo de proponer y defender todas las cosas que tocaren al bien de los indios e informe a su majestad y que todas las provisiones que tocaren a indios vayan señaladas de su mano alias sint nulle ipso jure. Esto es cosa imporwtantísima’”.Dussel hizo una pormenorizada y objetiva investigación en torno al papel que individualmente desempeñaron los prelados en estas funciones, concluyendo que, en alguna medida, a pesar de su laicización, los obispos o, por lo menos algunos de ellos, no dejaron de cumplirla.

*Constenla es presidente del Instituto Latinoamericano del Ombudsman – Defensorías del Pueblo (ILO). Ex Defensor del Pueblo de Vicente López. Profesor universitario en Buenos Aires y Córdoba. “Defensoría de Indios” fue editado por Astrea.