Kramer era perfectamente consciente de que hablar solo podría tomarse como ir cuesta abajo y sin frenos hacia la enajenación mental, pero ¿qué más podía hacer un hombre en el puñetero Natal, por el amor de Dios, si necesitaba mantener una conversación inteligente?
J. H. McClure, “La canción del perro”
Que dos autores sudafricanos, Nadine Gordimer y J. M. Coetzee, hayan sido galardonados con el Nobel en un lapso de dos décadas no deja de ser un criterio más –probablemente errado– para suponer la pujanza de la literatura, o de las literaturas, de aquel país. En el caso concreto del género policiaco, y por lo que sé, no hay tal vigor. La estrella que brilla es Deon Meyer que, a pesar de escribir en afrikáans, está traducido a 26 idiomas.
Meyer ha creado unos personajes sólidos, como Benny Griessel, un inspector de Ciudad del Cabo cuya empatía con las víctimas y el miedo a morir le han llevado al alcoholismo, o Thobela Mpayipheli, un xhosa de dos metros que ha sido agente y asesino de la KGB y la Stasi (ahora es bueno, aunque sigue matando), que protagonizan unas aventuras trepidantes. Pero Pierre Lemaitre, en su imprescindible Diccionario apasionado de la novela negra (Salamandra) le achaca que no descubriese la realidad siniestra del apartheid hasta que el presidente De Klerk, en 1990, prometió acabar con él y anunció la liberación de Nelson Mandela. Un autor de género negro puede ser un reaccionario (Meyer no lo es), pero no un mal observador de la realidad. Así que permítanme que de quien les hable sea de James Howe McClure.
McClure, de origen escocés, nació en Johannesburgo en 1939, pero se crió en Pietermaritzburg, la capital de Natal. Natal, ahora Zululandia, fue la primera república de los bóeres, los emigrantes calvinistas holandeses, cuyos sucesores son protagonistas de chistes como los que cuenta el propio autor: “Los granjeros de Natal usaban Rolls Royce porque la separación de cristal evitaba que el ganado les respirara en la nuca camino del mercado”. McClure era un niño cuando el gobierno sudafricano implantó en 1948 las leyes que regulaban la segregación racial, pero enseguida se percató de lo que significaban. Finalizados los estudios, compartió estudio fotográfico con Tom Sharpe (el de “Wilt” y “Reunión tumultuosa”). En aquellos años, a Sharpe lo encarcelaron y le quemaron 36.000 negativos. McClure, que colaboraba como reportero gráfico y redactor en periódicos locales, también estaba en el punto de mira de la represión. En 1962 se casó con una norteamericana y pronto tuvo un hijo. “Para entonces, a él y a su mujer les repugnaba la creciente aplicación del apartheid y, tras el arresto de unos amigos, decidieron que no era lugar para criar a una familia. Con 50 libras en el bolsillo y un bebé en los brazos dejaron Suráfrica para probar suerte en el Reino Unido”, contó David Mathieson en su obituario en The Guardian.
Se instaló en Edimburgo y trabajó en el Scottish Daily Mail. Después fue Oxford
Se instaló en Edimburgo y trabajó en el Scottish Daily Mail, y después en Oxford, donde también se incorporó a un par de periódicos. En 1971 publicó su primera novela, “The Steam Pig” (“El cerdo de vapor”, 1989). “McClure confiesa a todo aquel que lo quiera escuchar que escribió ‘El cerdo de vapor’ en una etapa en que libraba una severa guerra contra el hambre. Escrita en quince días y con el objetivo de sacarle dinero a un editor, el libro se convirtió en un éxito y abrió el camino de la serie que habría de llevar como protagonistas al blanquísimo teniente Tromp Kramer, un afrikáner, y al sargento zulú Mickey Zondi”, contaba su editor en España, Paco Ignacio Taibo II.
“El cerdo de vapor” ganó el prestigioso premio Dagger de la Asociación Británica de Escritores del género, y McClure se dedicó exclusivamente a la literatura. Publicó en 1972 “El leopardo de la medianoche”; en 1974, “El cazador sordo”; “Piel de serpiente”; en 1984, “El huevo ingenioso” y, finalmente, entre los editados en castellano, en 1991 sacó “La canción del perro”, que cerró la serie y es una precuela en la que se conocen los dos protagonistas.
También publicó novelas de otros géneros, pero como él mismo confesó en el suplemento Babelia a Javier Cuartas en 2005, un año antes de morir prematuramente, “una vez escribí una [no policial], pero Time la reseñó en la página de sucesos. Es como el payaso que quiere interpretar a Shakespeare, pero siempre lo devuelven al circo. Mis novelas negras son serias, pero el mundo literario no lo reconoce como género serio”. Con todo, antes de morir en Oxford a los 66 años, había publicado 14 libros, y solo ocho eran de la serie. Había vuelto un tiempo al periodismo porque añoraba el trabajo en equipo y se disponía a centrarse de nuevo en la literatura.
Él justificaba su elección por el género porque “no quería escribir el típico libro a lo Nadine Gordimer para personas que ya saben que el apartheid es una aberración, y sólo piden volver a oírlo una y otra vez. Tampoco quería escribir un ‘Cry the Beloved Country’, el libro de Alan Paton, libro conmovedor, sin duda, pero concebido en el mismo tono discursivo. La novela negra se filtra por otro canal. La gente la lee en principio para evadirse, para pasar un buen rato. Y ese era el terreno en que yo pensaba que realmente podía golpear con más eficacia a un público conservador”.
“Nadie quería escribir el típico libro a lo Nadine Gordimer”
El público conservador se debería sentir golpeado, desde luego, por tramas como las de “El cerdo de vapor”. Una familia feliz de clase media (blanca, por supuesto) que ve cómo el mundo se desmorona cuando el padre ingresa en un hospital y sale reclasificado, mediante argumentos “científicos” que no se explican, como de raza negra. Consecuentemente, todos, incluso la hija rubia de aspecto nórdico, pasan a ser gente de color, y pierden trabajos, amigos, lugar de residencia y las mínimas perspectivas de futuro. La chica no ve más salida que la prostitución. Sus clientes, lo más selecto de la ciudad, son objeto de chantaje por haber contravenido la ley de la Inmoralidad (tener relaciones sexuales interraciales) y optan por la solución más fácil en la época: “Y, después de todo, caballeros, ella no era más que una chica de color. No era lo mismo que matar a una blanca. Miren cómo les ha engañado, avergonzado, humillado en nombre del erotismo, aunque en realidad les odiaba por algo que no podían evitar: ser blancos”.
McClure sitúa sus novelas en los años ‘60 y ‘70, la época dura del apartheid
Porque McClure sitúa sus novelas en la ciudad de Trekkersburg (un reflejo de la real Pietermaritzburg) en los años 60 y 70, la época dura del apartheid, cuando el racismo no solo era legal, sino estructural: “Dos coñacs y la guía telefónica, Sammy. El camarero no se llamaba Sammy, pero su raza había sido dividida por los blancos en Sammys y en Marys, a fin de fomentar la comprensión mutua” (“Leopardo”). En “Piel de serpiente”, un detective blanco pregunta a Kramer si los negros tienen cáncer. “¿Sí? Vaya, todos los días se aprende algo nuevo”. El racismo es como el sol o la lluvia: lo que hay. Incluso tiene fines instrumentales. En “La canción del perro”, el teniente afrikáner ha jurado no desvelar un secreto, e interroga a su bantú: “–Dime: cuando Dios hizo a los cafres ¿les dio alma? –¿Quiere decir como al hombre blanco? –Por supuesto. –Dios nunca haría algo tan horrible, teniente. –Excelente –dijo Kramer–. A nadie le gusta incumplir una solemne promesa. Y ahora presta atención, cafre, y no se te ocurra interrumpirme hasta que haya terminado ¿me oyes?”.
La serie Kramer-Zondi puede parecer una buddy movie tradicional, las aventuras de una pareja –muchas veces interracial– de colegas que tanto juego han dado en Hollywood (“Arma letal”, “48 horas”…). Aquí los protagonistas son de distintas razas, pero no son estrictamente pareja. Mickey Zondi es “el cafre de Kramer”, no un igual, ni siquiera un subordinado. Es un elemento necesario para interrogar a los criados, no solamente por cuestiones prácticas (los negros, sean de la etnia que sean, quizás chapurreen inglés, pero no tienen ni idea de afrikáans, y los policías blancos solo se manejan en los dos idiomas europeos), sino porque son mundos separados. Kramer ordena a un agente bantú en “La canción del perro”: “Pregúntale su nombre completo, edad, dirección, pídele su pase y todo eso. Mabeni empezó a preguntar y enseguida dijo: –El nombre verdadero de este hombre tiene muchos chasquidos, jefe, pero el nombre que le pusieron en la misión es Moses, Moses Khumalo”. Hasta los nombres propios de los dominados necesitan ser adaptados al mundo dominante.
Mundos separados, pero no homogéneos: los zulúes menosprecian a los xhosas y a las demás tribus, y los ingleses, la clase superior (aunque habitualmente liberales), miran por encima del hombro a los afrikáners. Todos desprecian a los indios. Este es el autorretrato de Tromp Kramer en “La canción del perro”: “Traje barato de confección; cuello de la camisa deshilachado; corbata marrón con herraduras azules; macizos zapatos negros con suelas de goma como las ruedas de un tractor; cinturón ancho y nada elegante con grietas en la superficie de cuero de imitación y una hebilla de latón demasiado grande: otro maldito bóer, otro condenado espalda peluda, como se llamaba despectivamente a los afrikáners”. El lector puede sacar sus propias conclusiones sobre Kramer del hecho de que, en “Piel de serpiente”, cuando su novia le expresa sus temores de que su hijo mayor se pueda convertir en un psicópata, él afronta el problema regalándole una escopeta de perdigones.
Ni siquiera los asesinatos son iguales. “Los asesinatos de negros solían ser banales y sencillos: estallidos de violencia que no ofrecían dudas. Aquí estaba el cuerpo destrozado, allí el hacha de la leña, más allá treinta y seis testigos, y cerca el asesino, siempre rondando la zona, con cara de cansado pero dispuesto a afrontar su destino para evitar más problemas a los espíritus de sus antepasados. Pero si el muerto era blanco –seguramente porque había tantas películas y libros ingeniosos que trataban el tema– casi siempre el caso contenía un misterio”. En “El huevo ingenioso”, que The Times calificó en 2000 como una de las mejores novelas policiacas del siglo XX, el misterio principal (siempre suele haber dos casos paralelos, relacionados o no) es el asesinato de la escritora antiapartheid Naomi Stride, un claro trasunto de Nadine Gordimer.
En ese mundo, los asesinatos no eran todos iguales, dependían del color de la piel
Habrán notado que, pese a que sus novelas negras eran serias, la escritura de McClure rezuma ironía. Y eso es lo que une a Kramer y “su cafre”, o a Zondi y “su amo” (o como dice otro agente bantú del suyo: “Su chofercito color de rosa”). Les une un humor más oscuro que el azabache en situaciones de absoluta crudeza. En “El cerdo”, al teniente le extraña que un cadáver sentado en medio del campo no haya sido más devorado por las alimañas: “Shoe Shoe todavía conserva los ojos –recalcó Kramer. –¿Lo dices por esos pájaros de ahí arriba? Están preocupados. Esperan que Shoe Shoe se tienda. No les parece lo bastante muerto. –¿Y qué pasa entonces con el cuervo? –Oh, es sólo otro maldito negro gilipollas”. Una ironía despiadada que funciona en ambas direcciones: “–¿Qué se hablaba sobre la vieja Katrina, jefe? ¿La han curado ya de matar a sus bebés? –Demonios, no. Es que no la han violado últimamente. Los negros son unos vagos”.
Como Dashiell Hammett, James McClure consideraba que, para cambiar la realidad era más efectivo describirla tal como es, cruda e inhumana, que proclamar cómo debería ser.
Publicado originalmente en la revista Ctxt