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Mi mujer es un dinosaurio

Los hallazgos de dinosaurios no son cosa de todos los días y encontrarse con uno es sumamente raro. Una vez encontrado, hay que dedicarle tiempo, cuidarlo de las inclemencias del polvo y del tiempo, limpiarlo y esperar a que vayan surgiendo capas ocultas…

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Mi mujer es un dinosaurio | STELLA MARIS

Lo que voy a escribir aquí no tiene nada que ver con el periodo jurásico, ni mucho menos con las invenciones novelescas de Michael Crichton o el trabajo cinematográfico de Spielberg. El lector sabrá que no miento cuando recuerde que la era mesozoica finalizó hace 66 millones de años, sepa que mi mujer nunca ha estado interesada en las ficciones científicas del escritor estadounidense y comprenda que “Parque Jurásico” y “El mundo perdido”, dos de las películas más famosas de Spielberg, la traen sin cuidado. Sólo esas dos, claro, porque “La lista de Schindler” sí que le gustó.

Todo esto no contradice de ninguna manera la afirmación inicial: mi mujer es un dinosaurio y de eso no cabe la menor duda. Kant lo dijo primero que todos cuando afirmó que “aunque todo nuestro conocimiento comience con la experiencia, no por eso surge todo él de la experiencia”, pero, al igual que le sucedió al filósofo de Königsberg con los juicios analíticos, mi descubrimiento no ocurrió de manera inmediata y si bien toda la información que recolecté provino de la experiencia, no toda surgió de ella.

Al principio, lo confieso, pensé que mi mujer era MacGyver. Ya saben, la serie de finales de los ochenta donde un sujeto resolvía toda clase de entuertos técnicos con sólo su inteligencia y el contenido de su maletín. He visto a mi mujer cambiar bombillos, arreglar tuberías, reparar electrodomésticos, desmontar llantas; todo eso usando únicamente lo que había a su alrededor. Nada puede salir mal cuando uno está casado con MacGyver.

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"Ella sonríe, canta, baila, juega baloncesto, hace caras, saca la lengua"

Luego, una tarde de esas difíciles en las que la lluvia golpeaba contra la ventana del balcón y los vidrios de la casa se estremecían por cuenta de los truenos, la vi sentada en el borde de la cama, balanceándose de un lado a otro y con una sombra nublándole la mirada. Horas antes, con empeño y disciplina, había ayudado a nuestra hija a resolver un difícil experimento de física. Comprendí entonces que mi mujer era Robert Louis Stevenson y que la vida es un cúmulo de luces y sombras, como en “El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde”.

Unos días mi mujer es ying, otros yang.

Hay noches mucho más oscuras y el amanecer no es más que una promesa tardía y la veo ir de un lado a otro de la casa, con la mirada del gato a sus espaldas y la sombra de su cuerpo recortándose a través del piso y las paredes. Una sombra larga, cabizbaja, con un cigarrillo en la mano. Esas noches la llamo, una, dos, tres veces, pero su nombre es el recuerdo de una vida pasada y su voz repite una y otra vez la misma expresión: “una mujer debe tener dinero y una habitación propia si desea escribir ficción”. Veo entonces a Virginia Woolf batallando contra la depresión, sonriéndome triste desde el alfeizar de la ventana, mientras la luz del sol despunta por los tejados y el rostro de mi mujer va volviendo de a poco. “Nosotros los mortales sólo somos sombras y polvo”, le grita Oliver Reed a Russell Crowe en “Gladiador” de Ridley Scott. “¡Sombras y polvo, Máximo!”.

Hay noches que son más oscuras y el amanecer no es más que una promesa tardía

Algunos días la vida es un poco más fácil. Ella sonríe, canta, baila, juega baloncesto, hace caras, saca la lengua, voltea los ojos y sospecho que vivo con una estrella de Hollywood, que al salir al parqueadero me encontraré con paparazis y, en un abrir y cerrar de ojos, en un giro de la cocina a la habitación, comprendo que mi mujer es Jim Carrey, y las risas y la diversión están garantizadas. En ocasiones no hay risas, ni tristeza, sólo enojo y mi mujer da miedo porque es como Jack Nicholson en “El Resplandor” de Stanley Kubrick: hacha en mano, cara de loca, destrozando la puerta de la habitación y metiendo la cabeza dentro del agujero astillado de la puerta para decir “¡Aquí está Johnny!” y el gato, mi hija y yo somos Shelley Duvall, gritando, completamente aterrorizados y protegidos contra la pared. Y que alguien diga: ¡corte!, por favor, porque esto ya se está saliendo de control.

Hay días que son contradictorios. La casa es todo silencio y me encuentro a mi mujer sentada en el sofá de la sala, sonriendo, con múltiples ideas en la cabeza, arremolinándose el cabello con las manos y parece otra mujer y la misma y uno se confunde, no sabe cómo hablarle y lo único claro es que se parece a Emma Stone en “Cruella” de Craig Gillespie y que a cualquier pregunta o comentario puede responder siendo Estella Miller o Cruella de Vill y uno entonces tiene que lidiar con la dulzura más tierna o el sarcasmo más refinado e ir pisando con calma, no vaya a ser que la extravagancia de la segunda se imponga sobre la primera y es mejor buscar refugio seguro para no verse arrollado por su aterradora genialidad. El sarcasmo puede dar paso a días en los que la casa es un laboratorio lingüístico y todo lo que uno diga es sometido al análisis discursivo y a esquemas arbóreos y mi mujer es Noam Chomsky y toda expresión es analizada en sus espectros semánticos y sintácticos, y es mejor no decir mucho, ocuparse y sonreír.

La vida esta hecha de luces y de sombras. Hay días que es ying y en otros es yang

También hay días rápidos, en los que el tiempo no alcanza y los trancones y los semáforos hacen que se nos vaya haciendo tarde, y mi mujer es como Michael Schumacher imponiéndose a Mika Häkkinen al volante de un monoplaza en el Gran Premio de Japón mientras dice que “cuando uno conduce debe ir pensando siempre que el otro es un imbécil”, frase proverbial que no es sólo un consejo de conducción, sino toda una lección vital, a la manera de Aristóteles, Avicena o Feyerabend. Sí, mi mujer también es filósofa. En otros días menos aciagos, le enseño lo que escribo y ella frunce el ceño, mueve la cabeza, repasa cada línea con rigor espartano, hace comentarios en voz alta y es Gertrude Stein corrigiendo adverbios junto a Fitzgerald o reprochándole a Hemingway el hecho de irse de cacería en lugar de dedicarse a la escritura.

Uno de los momentos más reveladores ocurrió una tarde de mayo. En medio de la multitud marchante, el fragor de la lucha sindical y la reivindicación de los derechos, vi a mi mujer translúcida y me sentí viviendo con Simone de Beauvoir y entendiendo que “el feminismo es una forma de vivir individualmente y de luchar colectivamente” antes de ver que tomaba el micrófono y su camiseta del sindicato, su pañoleta verde y toda ella cambiaban de forma y llevaba ahora un hábito monjil y sus palabras resonaban en la calle y en los oídos de la multitud contra la violencia de género, los feminicidios, la sociedad patriarcal y esos “hombres necios que acusáis a la mujer sin razón, sin ver que sois la ocasión de lo mismo que culpáis. Si con ansia sin igual solicitáis su desdén, ¿por qué queréis que obren bien si las incitáis al mal?” y ella respondía al nombre de Juana de Asbaje y la casa era entonces un convento de Nueva España y las habitaciones celdas con libros y telescopios.

Al final, ya no estaban ni Borges, ni MacGyver, ni Chomsky o Emma Stone

El verdadero descubrimiento llegó en el mes de noviembre. Exámenes van, diagnósticos vienen y los versos de Borges que invocaban a Dios, a la magnífica ironía, a los libros y la noche. Ya no vi a MacGyver, a Stevenson, a Woolf, a Carrey, a Nicholson, a Emma Stone, a Chomsky, a Schumacher, a Aristóteles, a Stein, Beauvoir o Sor Juana sino sólo a mi mujer y descubrí que en realidad era un dinosaurio: un ser único, imponente, completamente extinto, difícil de encontrar, al que se llega mucho después de cavar profundo, delimitando la zona de acción, estableciendo un perímetro, eliminando la capa de roca y piedra que lo recubren; esto con paciencia, consciente de la fragilidad oculta tras la aparente dureza, sin saber muy bien lo que se va a encontrar, pero seguro de que el hallazgo lo va a cambiar todo y nada será igual después de eso. 

No todo termina ahí. Los hallazgos de dinosaurios no son cosa de todos los días y encontrarse con uno es sumamente raro. 

Una vez encontrado, hay que dedicarle tiempo, cuidarlo de las inclemencias del polvo y del tiempo, limpiarlo y esperar a que vayan surgiendo capas ocultas por la arena y la arcilla y su verdadera figura vaya materializándose poco a poco frente a nuestros ojos y nos muestre las maravillas que sólo muy pocos mortales estamos llamados a apreciar. Mi mujer es un dinosaurio y es todo lo que está bien.

Publicado originalmente en La Cola de Rata