El controvertido nuevo rol de potencia protectora que se atribuye China en la lucha contra el coronavirus, frente a las debilidades de Estados Unidos Unidos y la Unión Europea, pese a las reticencias de autorizar un escrutinio promovido por la Organización Mundial de la Salud (OMS) sobre el origen del Covid-19 en su territorio, se añaden a las falencias de la globalización, para asistir a la comunidad internacional en la pandemia. En efecto, cimentan la polémica sobre su protagonismo en el sistema de Naciones Unidas, cuya ideología sigue siendo los derechos humanos.
El copamiento de Naciones Unidas por los descendientes de la celebre guerrilla maoista, que del marxismo heterodoxo se convirtieran en capitalistas de partido único, para luego disputarle la supremacía imperialista a los Estados Unidos, avanza imperturbable desde 2015, bajo el liderazgo de Xi Jinping, cuando asumiera el multilateralismo ante la Asamblea General de la ONU. El Secretario General del Partido Comunista Chino (PCCh) aumentó entonces sensiblemente su contribución al presupuesto de la organización supranacional, y destinó 8000 militares para engrosar las filas de los cascos azules.
Por de pronto, el gran despliegue industrial chino a bajo costo salarial, y el enorme volumen financiero de inversión en proyectos hidroeléctricos y extractivos fuera de sus fronteras, con el propósito de conjeturalmente asegurarse la contrapartida del aprovisionamiento de materias primas, energía barata y hasta dividendos, observa una pausa en América Latina, a la luz de la propagación mundial del coronavirus, casualmente descubierto en China.
De hecho, los montos globales de las inversiones programadas en latinoamérica son secretos y Pekín se guarece en la legalidad de los contratos celebrados con los gobiernos respectivos, de probable beneficio mutuo. Así pues, todavía está por verse si el PCCh va a cumplir sus promesas de respetar los derechos de los pueblos indigenas, la clave en la explotación de las grandes reservas de recursos continentales, como lo afirmara el año pasado en Ginebra, interpelado por Ecuador y Perú .
Al menos debe tomarse en consideración que China no ha firmado el Convenio 169 de la OIT, el único instrumento internacional vinculante que garantiza “la consulta previa libre e informada” de las poblaciones autóctonas y tribales antes que las inversiones extranjeras entren a operar irremediablemente en sus tierras ancestrales.
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De momento, la prioridad parece haberse mudado a la superproducción y reparto planetario de barbijos, tests, respiradores artificiales, y consejos sobre el modelo de confinamiento para sofocar la epidemia, solidaridad que de paso fortalece su influencia transcontinental de potencia protectora.
Al tiempo, resulta conveniente traer a colación que cuatro de las quince agencias del sistema de Naciones Unidas, entes autónomos principalmente afincados en Ginebra, concebidos en base al poder democrático de los países que adhieren, votan y cotizan contribuciones, han pasado recientemente a ser dirigidas por personalidades chinas (tres hombres y una mujer).
De notoria experiencia internacional, irrumpieron en las organizaciones donde supieron trepar hasta la cúspide, como si un plan premeditado fue urdido hace mucho tiempo atrás. Hoy conducen la alimentación y la agricultura, (Qu Dongyu, FAO); la aviación civil internacional, (Fang Liu, ICAO); el desarrollo industrial, (Li Yong, UNIDO); y las telecomunicaciones internacionales, (Houlin Zhao, ITU).
Vale la pena añadir que la ex funcionaria del Ministerio chino de Transportes, Biying Wang, diplomada a continuación en leyes en las Universidades de Berkeley y Columbia, con trayectoria diplomática en Africa, antes de su desembarco en la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual (OMPI), y escalar allí a la vice-dirección de Marcas, Diseños y Modelos, casi arrebata la Dirección General de la OMPI en marzo pasado en Ginebra. Perdió por escaso margen de sufragios ante un vecino del asiático Singapur, Daren Tang, apoyado por Estados Unidos, una decisión que todavía debe ser ratificada en 2020.
En este plano, es de rigo no olvidar el caso de Meng Hongwei, elegido en 2016 al frente de INTERPOL, en la sede de Lyon, Francia. Cayó dos años después en desgracia, cuando se destapó su presunta implicación en la corrupción de años anteriores, al desempeñarse como viceministro chino de Seguridad Pública desde el 2004.
Al parecer, su fidelidad para con el PCCh lo llevó a entregarse voluntariamente en Pekín, donde lo condenaron en 2019 a 13 años de cárcel, dejando mujer e hijos refugiados en Francia. Ese estilo de obediente fidelidad para con los designios del PCCh la observó también a su manera Margaret Chan, médica china de Hong-Kong, que dirigió con mano de hierro la Organización Mundial de la Salud (OMS) del 2007 al 2017, cuyo sucesor hasta la actualidad, el etíope Tedros Adhanom Ghebreyesus, es acusado por el presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, de favoritismo por China en la crisis de la actual pandemia.
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A todo esto China continua siendo prototipo del otrora tercermundismo en la Asamblea General de la ONU en Nueva York, el parlamento de los 193 Estados miembros que conforman la ONU. En ese engranaje de mayorías prácticamente automáticas conviven sin mayores conflictos los restos de los antiguos No alineados de la guerra fría, antiguamente equidistantes de la URSS y de los Estados Unidos, ahora en prioritaria cohabitación con Egipto, Pakistan, Arabia Saudita, Iran, Afganistan y Argelia, singulares representantes de la Organización de la Conferencia Islámica (OCI).
Tal corriente, distinguida en torno a la trinchera que apunta contra la hipotética la difamación de religiones, de los que cuestionan al Islam, por dar de alguna manera sustento doctrinario a la violencia fundamentalista, agita el caldo de cultivo del terrorismo que abrevaría en él, contrario a la filosofía de la ONU, no defensora de sistemas de creencias, sino protectora de los individuos en su libertad para elegirlos o desecharlos, incluyendo hasta los agnósticos o ateos.
Por lo demás, Naciones Unidas es refractaria a anteponer ciertos derechos colectivos, como la educación y la salud, por encima de las libertades públicas y los derechos individuales. Sostiene que los derechos humanos son universales, indivisibles, interdependientes y están interconectados. No acepta el criterio de la especialidad en derechos humanos, como pretenden China o Cuba.
El disfrute de unos no puede limitar el goce de los demás, y estima que sus dos Pactos fundadores, que establecen los derechos civiles, políticos, económicos, sociales y culturales, alcanzan para erradicar “toda apología del odio nacional, racial o religioso que constituya una incitación a la discriminación, la hostilidad o la violencia”, que cada país debe prohibir en su derecho interno.
Los que disienten o no asumen plenamente estas convicciones, recordatorio del pluralismo político, por lo general se escudan en la defensa de la soberanía nacional, o en la no ingerencia en los asuntos internos, para conservar sistemas estatales de “partido único”, bajo sesgo autoritario, paradigma al que adhiere China, cuyo portavoz histórico en la Asamblea General de la ONU ha sido Cuba.
Esa aparente calma conservadora, de un alianza heteróclita aunque hostil a profundizar la protección y promoción de los derechos humanos se vio inesperadamente alterada, por el despertar de los países occidentales democráticos, con alianzas puntuales en Asia, Africa, America Latina y el Caribe, y el este europeo, quienes el 15 de marzo de 2006 votaron en esa Asamblea General el nacimiento del Consejo de Derechos Humanos de la ONU, no obstante la oposición de Estados Unidos, Israel, Palaos y las Islas Marshall, y las abstenciones de Bielorrusia, Irán y Venezuela. Fundaron una estructura de 47 Estados que decantan anualmente a través del voto secreto en dicha Asamblea General, según proporciones pactadas y rotaciones consensuadas entre los 5 grupos regionales, al hilo geográfico de la ONU, concebido para reemplazar a la Comisión de Derechos Humanos, de 53 Estados miembros, muy criticada por Cuba y sus acompañantes.
El flamante órgano eligió domicilio en Ginebra. Puso en marcha su nuevo instrumento fundacional, el Examen Periódico Universal (EPU), un escrutinio entre pares sobre la totalidad de los derechos humanos, revisión obligatoria para los 193 Estados que componen la ONU una vez cada cinco años. No obstante, el Consejo heredó el mejor invento de la Comisión para contrarrestar las violaciones de los derechos humanos, vale decir los Relatores Especiales, que eran 42 temáticos, en pos de buscar seguir en tiempo real las violaciones en el terreno para que cesen a partir de ponerlas públicamente en evidencia, como las desapariciones forzadas, torturas, ejecuciones extrajudiciales, detenciones arbitrarias, y tantas otras, sin desdeñar a otros 7 Relatores más individualmente por países con graves problemas de derechos humanos, junto a la Palestina ocupada por Israel (Bielorrusia, Cuba, Camboya, Corea del Norte, Myanmar, Somalia y Sudan), sumados a 10 Grupos de Trabajo, con 5 expertos cada uno.
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En el parto del Consejo se “discontinuó” la Relatoría para Cuba, ejercida por la francesa Christine Chanet, concesión en la negociación en vista de alcanzar el mínimo de 24 votos sobre 47, para adoptar su puesta en marcha. Se debió digerir además un “código de conducta” para los expertos independientes, que vieron restringirse sus margenes de maniobra, y apareció la disposición de contar con 16 Estados miembros para convocar una “sesión especial” del Consejo sobre un tema urgente y de súbita gravedad, independientemente de sus diez semanas anuales de reunión, en tres sesiones de marzo, junio y septiembre. A los candidatos que postulaban a las Relatorías o Grupos de Trabajo, se les impuso paralelamente un filtro de selección agrupándolos en ternas, confeccionadas por diplomáticos de los 5 grupos regionales de la ONU, tras evaluarlos personalmente, ternas sometidas ulteriormente al Presidente/a del Consejo para resolver, quien puede rechazarlas y proponer su propio candidato/a, cuyo nombramiento debe ser aprobado inmediatamente por el voto mayoritario del Consejo.
China no se opuso a las restricciones. Y en tal marco se erigió en referente del Derecho al Desarrollo en el seno del Consejo, un derecho que las países occidentales, preferentemente ricos, no reconocen que deba tratarse en ese foro, y en consecuencia lo boicotean. De cualquier modo no hay ningún Relator o miembro de un Grupo de Trabajo de origen chino, en la dotación actual del Consejo, que aumentó en número del 2006 a la fecha: 68 expertos temáticos en Relatorías y Grupos de Trabajo, y 12 a cargo de vigilar países a raíz de la represión indiscriminada (Bielorrusia, Camboya, Eritrea, Mali, Myanmar, Siria, República Centroafricana, Iran, Corea del Norte, Somalia, Sudan, y Territorios Ocupados de Palestina).
La excepción que podría confirmar la regla de la ausencia de expertos independientes chinos en el Consejo, se da en el espacio más amplio del sistema de derechos humanos de la ONU, donde tienen cabida los llamados órganos de control de tratados. Son los Comités que crean los propios Estados que ratifican una Convención o un Pacto, por vía de la designación a través del voto secreto de ellos mismos, de expertos con el fin de indirectamente auto-controlarse, autorizándolos a que celebren exámenes por Estado cada 4 años.
Sobre diez, hay ciudadanos chinos en cuatro de ellos, a saber: Eliminación de Todas las Formas de Discriminación Racial; Tortura, Derechos Económicos, Sociales y Culturales, y Eliminación de la Discriminación contra la Mujer. Hipotéticamente quizá esta opción se deba a que China prefiere inclinarse ante el sufragio colectivo de una asamblea de Estados mancomunados en preservar confidencialmente un bien común, antes que subordinarse a un mecanismo burocrático de diplomáticos, a merced de los gobiernos de turno, sin un debido sustento democrático.