—¿Por qué usted se identifica con Francisco de Asís?
—Es una cosa espontánea. Ver ese chico de familia bien que a los 20 años deja todo, hasta se desnuda adelante de su padre, y empieza una vida de creatividad impresionante. La vida de Francisco era la vida de un revolucionario, que tiene la valentía de dar vuelta totalmente a la tortilla, un inconsciente, irse a ver al califa o al sultán sabiendo que le iban a cortar la cabeza. Es la inconciencia del enamorado de Jesús. Admirable, pero no todo imitable. Son estos santos que para marcar camino se van más allá, después hay que traerlos un poquito más acá a la vida ordinaria.
—La frase de Perón de que el líder tiene que estar cierta cantidad de pasos adelante de sus seguidores, pero no tanto, como para que no lo vean.
—Me había olvidado, es verdad.
—¿Por qué a usted lo califican como “el Papa de todos”? ¿Habría anteriores Papas que no lo fueran?
—No, siempre los Papas fueron universales. A mí me gusta subrayarlo por lo que le dije al principio del Evangelio: “todos, todos, todos”, o sea, acá no se excluye a nadie, después arreglamos adentro, pero todos.
—¿Pero usted es el más de todos en ese sentido?
—Jesús era para todos. ¿Jesús a quién le tenía alergia? A las cuatro partidos políticos de su tiempo, a los fariseos no los podía ver, los saduceos que eran hipócritas, los esenios que eran los guerrilleros de ésa época, Juan Bautista era esenio, y los zelotes que Santiago y Juan eran medio zelotes. Entonces, simplificando, cuando le dicen a Jesús delante de una ciudad que no los quiso recibir: “¿hacemos caer fuego del cielo?”, es decir, “vamos a la guerra”. Él dice “no”, ninguno de estos cuatro, ni fariseo, ni saduceo, ni esenio, ni zelote, una nueva línea creativa de él, la línea de las Bienaventuranzas.
“Extraño mucho Buenos Aires, el poder callejear. Aquí me faltan las calles que amaba recorrer”
—Usted dijo que una vida bien vivida es aquella que deja una huella, ¿cuál es la huella que usted quiere dejar?
—No me pregunté nunca eso. La voy a dejar sin pensar en ella. Trato de ser coherente, soy una persona limitada, con mis pecados, soy un pecador, me confieso cada 15 días. Ayer me llamó el confesor que habían pasado 15 días, va a venir en estos días. Pero hago lo que pienso que se debe hacer hoy día, y lo que me pidieron los cardenales en el Cónclave, yo no inventé nada. Puse en obra, ayudado por la Comisión de Cardenales, aquello que en el Precónclave se dijo que el nuevo Papa tenía que hacer. Y esa va a ser la huella, una huella histórica de todo el grupo cardenalicio que se animó a hablar tan claro en el Precónclave.
—¿Qué es la humildad para usted?
—Santa Teresa creo que es la que mejor la definió, la humildad es la verdad. No agrandarte, no repintarte el alma, sos como sos. Y ponete ante Dios como sos, aceptando todas las riquezas que tenés, aceptando todas las derrotas que tenés dentro, aceptando tus limitaciones. La humildad es verdad, cuando uno se la cree más allá falta a la verdad consigo mismo, se engaña, se maquilla, el alma.
—Monseñor Ojea contó que en la primera reunión que tuvieron todos los obispos con usted ya electo Papa que fue por videoconferencia, usted les pidió a los obispos argentinos que recen, para que “no me la crea”. Y en varios momentos de este reportaje usted marcó la soberbia como el principal de los pecados, ¿cómo hace usted para no creérsela?
—Tiene que ser una gracia de Dios, hay que pedirla. La soberbia no viene de golpe, empieza por la vanidad, que es la cosa más tonta, es mirarse al espejo. El día que se te rompe el espejo perdiste, el día que te cambiaron las circunstancias de la vida. La soberbia nace con la vanidad. Y hay que tener a veces mucha humildad, pedirle a Dios que nos cuide y también escuchar a los demás, aceptar las críticas. Una cosa que le pido a los cardenales cuando algo ven, me lo digan, y algunos me dicen, tienen razón, a veces no, pero saber escuchar ayuda. A mí me ayuda para bajar un poquito la cresta. Es muy fácil creérsela desde aquí, ¿quién le va a mojar la oreja al Papa? Creo que debemos ver la realidad y los propios pecados. Cuando entra la soberbia, ya perdiste.
—Sus padres se salvaron de morir por no haber tomado un barco que salía de Italia con destino a Sudamérica, y que terminó hundiéndose en el océano. Usted mismo atravesó una dolencia que podría haber acabado con su vida, ¿cree en el destino, cuál es su relación respecto de cierta predeterminación de la vida?
—Papá y los abuelos, porque mamá era argentina. Tenían billete para el “Principessa Mafalda”, en el 27 y no habían terminado de vender las propiedades que tenían en Italia, y lo pasaron para el “Giulio Cesare” en enero del 29, se salvaron de naufragar.
—No es una historia muy común, la mayoría de los barcos no se hunden.
—Lo del “Principessa Mafalda” fue una tragedia, no murieron todos, pero la mitad murió en las costas de Brasil. El destino, cada uno va caminando en la vida y Dios va eligiendo, a mí no me leyeron la mano, “acá vas a ser Papa”.
—¿Usted cree en el destino?
—El destino en cuanto previsión de Dios, sí, pero no como algo inmodificable, como algo que ya está destinado, no. El destino es el camino, es la vocación que Dios te da, pero que te deja libre. Y vos podés aceptar ese llamado de Dios o no aceptarlo.
—Existe el libre albedrío.
—Gracias a Dios que existe.
—¿Qué le enseñaron los pobres a lo largo de la vida?
—Donde empecé a tener ese sentimiento con los pobres, y me vienen personas claras, por ejemplo, la gente que ayudaba a mamá en la casa, gente sencilla que se tenía que ganar el pan y la dignidad que tenían. Una señora siciliana, por ejemplo, que vino de la guerra con dos hijos, viuda, empezó a trabajar de mucama, siempre les tuve respeto, me salía tener respeto, no sé por qué. Todavía hoy la recuerdo a esta señora italiana, y tengo una medalla que me dio ella, me vino a ver siendo arzobispo: “¿te acordás de mí?”, y me dijo una cosa que no me atrevo a repetir. Y me dio una medalla que la llevo todavía conmigo. Recuerdo otra chica que era mucama en casa, jovencita, una cordobecita que vino a Buenos Aires, Blanca se llamaba, y rezo por ella, no sé que habrá sido de su vida. Y después una negra, Manuela, que también venía y ayudaba a mamá. Esa gente fue mi primer contacto con la gente pobre, porque yo no sabía lo que era trabajar, porque papá trabajaba de contador, y teníamos una clase media vivible, casa propia, etcétera. Pero esa gente tenía que aguantar. La francesa Berta, que había venido de París, donde había bailado, son historias que me han quedado adentro. Al pobre lo descubrí en el personal del servicio, ahí fue mi primer contacto, y como que siempre ¿por qué yo, y ellos no?
—¿Se lo preguntaba de chico?
—En casa se respetó mucho a las personas necesitadas. Después estaba esa costumbre italiana, en la cena o el día de Navidad, dejar una silla vacía por si venía algún pobre. Recuerdo la anécdota, una hermana mía que también tenía esto muy adentro, tuvo cinco hijos, y en la época que estaban los tres mayores, estaban comiendo y golpean la puerta, uno de los chicos, 6 años el mayor, dice: “mamá hay un pobre. ¿Qué hacemos, le damos?” Se va, busca dos panes y le corta media milanesa: “no mamá, no, dale de la que sobró”, y mi hermana le dice: “no, o le damos de la tuya o nada”, y aprendieron que hay que dar de lo propio, no de lo que te sobra. Y les dio el sándwich. Pasó el tiempo y una tarde los dejó a los chicos solos porque tenía que hacer un trabajo ahí en el centro de Ituzaingó, era la directora de un colegio y quedaron solos. Cuando vuelve se los encuentra a los tres tomando café con leche con un linyera. “Y mamá, vos dijiste que había que atenderlos, que era Jesús que golpeó la puerta y lo atendimos”. O sea, la imprudencia de los chicos, pero que ya tienen sembrado eso. Yo eso lo tuve sembrado de chico también.
—¿Qué quiso decir con “hagan lío”?
—Eso me salió en Río de Janeiro. Yo no concibo un joven sin que haga lío. Los jovencitos almidonados son enfermos y a veces los hay, los veo en movimientos religiosos, extremistas o políticos. Yo les digo almidonados, en serie, nada de pecado. Esos pobrecitos, son piezas de museo que no van a andar. El joven tiene que moverse, tiene que arriesgarse, tiene que hacer lío. En ese sentido, movete y expresate. Te van a bajar la caña, te van a retar, te van a poner límites, pero vos te expresas. Un joven que no se exprese no va, y los adultos que no sepamos acompañar a los jóvenes para que se expresen, no vamos, eso para mí es clave. Hagan lío, en ese sentido.
—¿En que es distinto este Jorge Bergogio actual a aquel que vivía en Buenos Aires?, ¿qué le cambiaron estos diez años?
—Hoy no sabría cómo responder. Extraño mucho Buenos Aires, el callejear, por ejemplo, tomar el colectivo, el subte, todo, para moverme. Estaba en contacto con la gente, me parecía lo más natural. Nunca usaba el auto. Aquí me falta la calle, y en ese aspecto es distinto y lo sufro. El contacto con la gente lo tengo en las audiencias públicas, y ahí, ahí realmente revivo. Pero realmente me falta la calle, en Buenos Aires la tenía y eso me daba vida.
“En un año que no se fabriquen armas, automáticamente se acaba el hambre en el mundo”
—En Buenos Aires usted siempre tenía cara seria, y aquí sonríe todo el tiempo. Monseñor Ojea dice que en privado usted se reía mucho, pero que en público usted tenía cierta timidez, para decirlo de alguna manera, que la perdió aquí.
—Sinceramente, no sé, no sabría explicar. Por ejemplo, con los periodistas, yo tuve que elaborar la rabia, el cuidado a los periodistas es como un abismo. Y fue precisamente el padre Marcó el que me ayudó a acercarme y elaborar eso. No tengo miedo a nada.
—En el mismo reportaje que publicamos hace dos semanas a monseñor Ojea él contó que ese cambio en usted se produjo porque al ser Papa usted escuchó la voz de Dios diciéndole: “Sé como sos”.
—Puede ser. Por ejemplo, una de las cosas que me ayudó mucho es quedarme a vivir acá. En el Cónclave estábamos todos aquí (Santa Marta) e ibamos a votar a la Capilla Sixtina y volvíamos. Cuando me eligieron, a los dos días fui a tomar posesión del Palacio Apostólico, y el departamento del Papa no es muy lujoso, pero es enorme. Además, tiene como doce apartamentos para los colaboradores. Yo acá no puedo vivir porque se sube por un ascensor chiquitito, un embudo al revés. Y encontré al salir de mi pieza, que estaban limpiando otra pieza que tenía un estudio chico, un pequeño hall para recibir y el dormitorio con el baño, más o menos la extensión de dos piezas de las otras. Era la pieza de huéspedes y como venía Bartolomeo, la estaban preparando. Y ahí fue como quedé acá, gracias a Dios, porque allá era comer solo, acá como con la gente. Esto es un hotel, acá viven cuarenta personas más o menos, que trabajan en la curia y después huéspedes que pasan. Ahora, por ejemplo, está toda una delegación de Irak y los obispos de Ruanda. Hay laicos que vienen acá, que pasan, recomendados por un párroco, un obispo y pagan su estadía acá como si fuera un hotel. De tal manera también que la casa tiene para vivir. Y yo estoy ahí, en la misa, siempre con otros, y eso hace que la vida sea normal.
—¿Qué sintió cuando estando en el Cónclave comenzó a ver que subían los votos por usted y lo iban a elegir Papa?
—Es una cosa extraña la dinámica del Cónclave, yo no me di cuenta porque a veces uno no sabe a quién votar, entonces le da el voto a éste que llamamos voto depósito, hasta que alguno de los taitas te adelantaba que había cuatro preferidos que podían ser dijo, cuatro. Pero entonces, ¿cuál de estos cuatro va a ser? Entonces voto a éste. Y cuando vi que crecían los votos, la primera, la segunda, la tercera que fue al mediodía, la primera fue a la noche del día anterior. La segunda y la tercera fueron a la mañana, y dije: “¿Qué pasa aquí, demasiado depósito?” No me di cuenta. Y me di cuenta en el almuerzo recién, porque al salir del almuerzo viene un cardenal corriendo y me pregunta: “¿es verdad que a usted le sacaron un pulmón?”, le respondo: “no. Solamente el lóbulo superior derecho por quistes”. “¿Y cuándo fue eso?”. “En el año 57”. Él respondió: “¡Estas maniobras de último momento!” Ahí me di cuenta. Pero igual dormí la siesta tranquilo, volví allá, y ahí, en la segunda a la tarde, fui elegido. Benedicto fue elegido en la primera de la tarde, yo en la segunda.
—¿Qué sintió en ese momento cuando le anuncian que era el Papa?
—Rigidez. Uno se defiende queriendo no sentir. Cuando en la anteúltima, la primera de la tarde, cuando la cosa era casi clara ya que iba a terminar mal (sic), se me acercó el cardenal Hummes detrás, y me dijo: “No te asustes, ha sido obra del Espíritu Santo”. Un gran tipo el cardenal Hummes. Y cuando salí elegido, tuve los dos tercios, y siguieron los votos, se acercó Hummes y me dijo: “no te olvides de los pobres”. Y ahí vino el nombre Francisco. Hummes me acompañó con esos dos gestos.
—¿Cómo es un día típico del Papa, a qué hora se levanta, qué consumos culturales, informativos, tiene?
—Me acuesto a las 22:00 de la noche, me levanto a las cuatro, a las cinco ya estoy rezando, y a las seis celebro misa en una capillita arriba, cerquita de mi despacho que usted ahora va a conocer. Celebro la misa, tomo el desayuno y ya empieza el baile. Después, a la mañana, casi todos los días, no todos, tengo audiencia en el Palacio. Los martes no tengo audiencia, tengo para trabajar yo solo, y los miércoles tengo audiencia general a la mañana. A la tarde doy audiencias aquí, y sobre todo recibo a los diversos jefes de dicasterio, a los jefes de Estado, secretarios de economía, etc. A la tarde me tomo un tiempo para lectura espiritual, rezar, contestar cartas, me gusta escribir a mano. La cena es a las ocho, y después ya me retiro, leo el diario, sobre todo el “Romano”, y a las diez ya apago la luz hasta el día siguiente. Ese es más o menos mi día.
—¿Ve algo audiovisual además de leer?
—Nada.
—Mediando 2022, debido a sus problemas de rodilla, hizo referencia a la posibilidad de que algún día pudiera decidir alejarse de sus funciones de Papa, ¿es una posibilidad la renuncia para usted?
—Sí, seriamente no la consideré en mi caso porque no siento eso, pero sí claro. Más ahora que Benedicto reabrió el camino, hace mil años atrás hubo algún caso así, parece lo más normal.
—¿Ese reabrir el camino de Benedicto tiene que ver con la longevidad, el cambio de la duración de la vida?
—Claro, porque llegar a la edad que llegó... a los 95.
—Cada vez se empieza a hacer más normal que las personas pasen los 90 años.
—Pero, uno tiene que saber cuándo ya no le dan las fuerzas, cuando empieza a chochear, cuando se olvida los nombres.
—Dicen que usted tiene una memoria muy importante.
—Sí, pero la estoy perdiendo ya.