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La muerte del 10

Maradona no llora más, ahora le toca llorar a Argentina

El recuerdo de Italia 90, la segunda mano de Dios y un tobillo tan inflamado como su corazón.

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ARGENTINA-BRASIL, MUNDIAL 90. | CEDOC

Todos tienen una anécdota con Maradona. Todos menos yo. Nací en los ochenta, pero no recuerdo sus goles a los ingleses. Por mucho que me esfuerce, entre mis primeras imágenes no está esa mágica jornada en el Estadio Azteca. El “arranca por la derecha el genio del fútbol mundial” llegó mucho después, en un loop eterno del maravilloso relato de Víctor Hugo Morales. Cuántas veces habré repetido el video. Todos rememoran dónde estaban y qué hacían ese día que el futbolista se convirtió en un mito más argentino que la propia Argentina. Yo, en cambio, no lo recuerdo. Llevé esa mochila en silencio muchos años, con pudorosa ignominia.

Mi pequeña redención llegaría en Italia 90. Ahí sí, con unos años más, tenía la suficiente lucidez para mirar cada partido y memorizar los resultados, ya no de Argentina, sino de todas las selecciones. Por fin sería testigo de algo que muchos, acaso todos, intuían épico. 

Pero aquella historia empezó mal. Maradona lideraba a una campeona del mundo aquejada por lesiones, por los años, por el rigor de la alta competencia. Era una Argentina tocada, que perdió en el debut. En realidad, no perdió. Perdimos, en primera persona. Ese equipo, y, sobre todo, ese jugador, te hacían sentir parte. Él en la cancha, golpeado por decenas de camerunenses, yo en la escuela, lejos del televisor. Para la segunda fecha había que meter cambios. Bilardo puso a Caniggia y Troglio y yo me aseguré de estar frente al viejo Telefunken para no perderme ningún detalle. Por ese entonces, mandaban las cábalas. Para no ser menos, adopté la mía, que era bastante simple. Los días de partido no gritaría más “Argentina, Argentina”. Tan sólo me limitaría a ver el juego sumido en un silencio estoico, inexpugnable. El providencial 2 a 0 a la Unión Soviética, tras la segunda mano de Dios que evitó en la línea el gol rival, confirmó el rumbo elegido.

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Un empate con Rumania nos cruzó con Brasil en octavos de final. El miedo recorría cada milímetro del cuerpo. Era ganar o ganar, no había otra. Palo, travesaño, Goycochea, palo. Terminamos vivos el primer tiempo. Miles de anécdotas cuentan lo que sucedió después. Que Bilardo deseó que se cayera el avión, que no se la pasen a los de amarillo, que no tomen agua de ese bidón.

Lo cierto es que el genio frotó el botín que entraba a presión en un tobillo tan inflamado como su corazón. Ahí sí recuerdo dónde estaba. En la cocina de mi primer departamento, frente al televisor, viendo lo imposible. Maradona gambeteando como si fuera el del 86. Redimiéndonos. Redimiéndome. Brasileños desparramados por el suelo, actores de reparto de otra obra maestra. Un grito, un puño apretado, Argentina 1, Brasil 0.

Luego, llegarían Yugoslavia y los penales de Goycochea. También Italia, el local que había armado su fiesta, pero que no contaba que para Nápoles el mito viviente era más grande que la idea de nación. Gol de Caniggia, penales, y gloria eterna. Cuando llegó la final, pensé que no había forma de que Argentina perdiera. Por Maradona y por la cábala, que había mantenido religiosamente desde el segundo partido. 

Faltaban pocos minutos para el final. Los penales se asomaban en el horizonte. Lo irreal realmente estaba cerca. Pero todo se esfumó con un pitido. El sueño se evaporó. Cuando Maradona lloró en la televisión, a miles de kilómetros de distancia, con una medalla en su cuello y una tristeza que perforaba la pantalla, aquel niño lo imitó. Aún recuerdo esas lágrimas, las mías y las suyas, cayendo por las mejillas de una fría tarde noche de 1990.

Ahora, Maradona no llora más. Son las 10 de la noche en Buenos Aires y la gente aplaude y grita en la calle. Ahora, le toca llorar a Argentina.