A la Corte Suprema, como última instancia de apelación, le toca pronunciarse en casos controversiales que muchas veces dividen a la opinión pública sobre lo que corresponde hacer en determinadas circunstancias. Por ello, es el tribunal que fija jurisprudencia: sus fallos indican el ajuste fino sobre el sentido en el cual debe ser interpretada una ley, combinando el espíritu de la ley y su conformidad a la Constitución.
Casos complicados e interpretación del carácter de la ley, junto con la condición definitiva de los pareceres de este tribunal, hacen que sus sentencias sean esperadas, comentadas y celebradas o padecidas por la mayoría de los mortales. Esto es lo novedoso del caso: la sentencia firme. Por lo demás, aplicó lo que la letra (no el espíritu) de la Ley de Derechos del Paciente ya decía.
Hago esta distinción entre la letra y el espíritu porque la prudentia juris pide que exista consonancia entre ambos, para que la aplicación de la ley al caso concreto no sea sólo matemática jurídica sino un acto prudencial del tribunal, que debe aplicar el verdadero sentido en el cual fue promulgada la ley. En una democracia verdadera, una vez emitida la sentencia de la Corte Suprema sólo queda acatar el parecer del tribunal (las excepciones constituyen una deuda que tarde o temprano terminará pagándose).
Más allá de algunas cuestiones técnicas, la discusión no es con el fallo de la Corte Suprema sino con una ley que afirma y niega al mismo tiempo, contraviniendo el primer principio de la lógica: el principio de no contradicción. Este principio afirma que algo no puede ser y no ser al mismo tiempo y bajo la misma consideración. En este caso particular, la letra de la ley dice claramente que ésta no tiene como intención favorecer la eutanasia –cosa que aplaudimos–, pero afirma que podrán retirarse la alimentación y la hidratación –dos medidas terapéuticas que terminan siendo la verdadera causal de la muerte de los pacientes: deshidratación e inanición–.
Por supuesto que existen casos extremos en los que aun estas medidas básicas pueden llegar a ser desproporcionadas (algún tipo de patología que impida la absorción o la presencia de un edema agudo). En ese caso dejarían de ser indicadas, ya que no producirían el efecto buscado en el paciente o agravarían su patología.
Hasta aquí la argumentación médica y jurídica, que no cita encíclicas ni evangelios sino razones. Esta podrá ser compartida o no, pero debe responderse en el plano de la argumentación racional (cualquier médico sabe que si a un paciente con un estado vegetativo persistente se le retira la hidratación, la causa de su muerte será la deshidratación y no su patología de base).
Una cuestión distinta es la opinión que la Iglesia tiene respecto de estos temas, que tiene validez para los creyentes y que es puesta a consideración de todo hombre de buena voluntad, ya sea que adhiera a ella o la rechace. En esto consiste el juego de la vida democrática: proponer, argumentar, rebatir, aceptar o rechazar, pero siempre en el respeto por el otro. También por el que piensa distinto. Un párrafo especial merecen el pastor y la comunidad de cristianos de Neuquén, que fueron tratados de “fundamentalistas”, “fariseos”, “conservadores” y “obtusos”, cuando lo único que hicieron fue cumplir con el mandato que tiene todo creyente de ayudar al prójimo.
¡Son tiempos difíciles para una sociedad cuando hacer el bien es tomado a mal y donde proponer ocuparse de un enfermo es interpretado como un acto de intromisión que merece palabras tan descalificantes y agresivas!
*Director de Instituto de Bioética. UCA.