Nancy, Juana, María Laura y Matías no se conocen y tal vez nunca lo hagan, pero aún sin saberlo sus historias están entrelazadas por una breve sigla: el DGP. El Diagnóstico Genético Preimplantatorio le permitió a Nancy convertirse en madre después de quince tratamientos frustrados. Gracias a este estudio que permite seleccionar genéticamente los embriones antes de implantarlos en el útero, Juana acaricia su panza de siete meses con la tranquilidad de que la beba que lleva adentro no tendrá la grave enfermedad que ella heredó de su padre. Y Matías y Laura sueñan con poder recurrir a este diagnóstico para tener un hijo sano, que además pueda convertirse en el donante perfecto de Martina, su hija de dos años que necesita un trasplante de médula. El primer tratamiento de este tipo en nuestro país se realizó en 1999. Pero recién hace cuatro años se practica de manera más frecuente. Desde el 2003 hasta hoy cerca de 300 parejas han optado por tener hijos seleccionados genéticamente.
Bebés de diseño. “No me importa que sea nena o varón, lo único que pido es que sea sanito”. Este deseo entre quienes esperan un hijo es posible gracias al diagnóstico genético preimplantatorio, surgido a partir de los 90 en el área de la biología molecular y las técnicas de fertilización in vitro.
Los médicos lo definen como la opción diagnóstica más temprana, porque se realiza en el embrión antes de su transferencia al útero materno. Para eso es necesario que la pareja se someta a un tratamiento de fertilización. Una vez fecundados los óvulos con los espermatozoides, se analiza el ADN de los embriones a las 72 horas de vida. Se extraen una o dos células de cada embrión, sin que éste sufra ningún daño y alcanzan 24 horas para detectar algún tipo de alteración génica o cromosómica. Entonces sólo son transferidos aquellos embriones sin ninguna de las enfermedades de riesgo buscadas.
“La técnica es relativamente sencilla y el avance, inmenso. Ahora se pueden estudiar cerca de 30 patologías, pero en un futuro todas las enfermedades genéticas van a ser descifrables y diagnosticables de esta manera. Esto permite evitar los estudios prenatales que se hacen cuando la mujer está en la semana 12 de embarazo. Si en esos casos se llega a un diagnóstico adverso, la pareja debe decidir si va a seguir con el embarazo, en un país donde el aborto genético no está permitido”, explica Roberto Coco, director del Laboratorio de Genética y Reproducción de Fecunditas, uno de los centros de fertilización asistida que más realiza este tipo de estudio.
Hay diversas instancias de DGP y los casos en los que suele indicarse son variados. Se recomienda entre quienes tienen antecedentes familiares de enfermedades genéticas o algún hijo con alguna patología de este tipo, en mujeres de más de 35 años que serán madres primerizas y en parejas con problemas de infertilidad sin causa aparente.
“Con este diagnóstico se pueden estudiar desde fallas en el cromosoma XXI (que determina el síndrome de Down) hasta hidrocefalia, Alzheimer, fibrosis quística, talasemia y varios tipos de anemias graves". “La gran ventaja es que permite detectar desórdenes de carácter genético que no se pueden revertir, algunos de ellos con un pronóstico corto de vida o una tasa de mortalidad intra-útero muy alta. Además les da la posibilidad de ser padres a parejas que, por su historia genética, habían decidido no arriesgarse a tener hijos”, asegura Claudia Perandones, especialista en genética y miembro del Departamento de diagnóstico genético de preimplantación de Halitus Instituto Médico.
Hijos a la carta. A pesar de las ventajas que ofrece este estudio, no todas las parejas tienen éxito. Según explican los especialistas, las enfermedades genéticas tienen patrones de transmisión que varían entre un 25 y un 50%. Además sólo el 30% de los óvulos fecundados sigue un desarrollo normal. Esto hace que la pareja que decida hacerlo necesite someterse previamente a un tratamiento de estimulación ovárica, para que la mujer produzca muchos óvulos y así aumente la posibilidad de seleccionar los embriones más aptos.
El número de óvulos necesarios aumenta en los casos en que además de buscar un embrión sano se necesita que éste resulte 100% histocompatible con un hermano que necesita un trasplante de médula. A través de este diagnóstico es posible hallar un donante perfecto que garantice el éxito de la operación.
Mientras que en países como España recién a principios de enero se autorizó el diagnóstico con este fin y hay cerca de 150 familias en lista de espera, en nuestro país se viene realizando desde el año 2000, aunque los especialistas consultados realizaron sólo diez estudios buscando un hermano que salve a otro enfermo.
“En esos casos el DGP es terapéutico. Y si bien hay quienes cuestionan una posible utilización del ser humano como herramienta para curar a otro, no se tiene en cuenta que en estas familias el hijo por venir es más que amado. La mayoría son historias de mucho sufrimiento, de familias con hijos con pronósticos devastadores, que ven en esto una posibilidad ideal”, comenta Perandones.
Otro uso cuestionado del DGP es el que permite elegir el sexo del futuro bebé. Si bien en un principio se comenzó a determinar el género para evitar enfermedades ligadas al sexo como la hemofilia o la distrofia, también existen parejas que quieren tener un “hijo a la carta” y piden que seleccionen los embriones masculinos o femeninos.
“La selección de sexo social, sólo la realizamos en algunos casos. Si viene una pareja a decirme que quiere tener un primer hijo varón le digo 'seguí buscando y ojalá se te dé'. En cambio, si llega una familia con seis mujeres y quiere un varón, lo entiendo. Y aunque yo no lo haría, participo”, explica Sergio Pasqualini, director médico de Halitus.
“Nosotros hacemos diagnóstico de sexo desde hace cuatro años. Reconozco que no es lo mismo trabajar para evitar una enfermedad muy comprometida que cuando viene alguien que dice querer un varón o una mujer. Pero si el método lo permite y la familia no perjudica a nadie, ¿por qué no hacerlo?”, agrega el genetista Coco.
El código de ética de la Sociedad Argentina de Medicina Reproductiva contempla la selección genética de embriones para evitar enfermedades graves o letales. La selección de sexo es aceptada cuando permite prevenir enfermedades. Pero reconoce que el DGP en busca de un hermano compatible o para elegir sexo por cuestiones sociales se encuentra en una zona gris que hace necesario analizar caso por caso.
Embriones sin destino. Las mismas ventajas que algunos ven en esta técnica que garantiza el nacimiento de chicos sanos, otros las consideran sumamente polémicas, porque pueden ser utilizadas para crear una sociedad eugenésica. Pero la selección genética también se vincula con otro de los grandes temas de la bioética: la definición del embrión.
Los que entienden que desde el momento en que el óvulo es fecundado por un espermatozoide ya es persona, consideran la selección genética como un aborto provocado. “ En nuestro país no hay unanimidad sobre la naturaleza jurídica del embrión. El artículo 63 del Código Civil estipula que ‘son personas por nacer las que no habiendo nacido están concebidas en el seno materno´. Personalmente considero que el hecho de que haya vida en un embrión no significa que sea persona. Además, si bien no hay un derecho al hijo, sí hay un derecho a que los seres humanos tengan instrumentos para que su descendencia sea sana”, explica Nelly Minyersky, abogada especialista en derecho y bioética.
La mayoría de los expertos en fertilización considera que el óvulo fecundado es hasta los 14 días un pre-embrión. “La Iglesia dice que cuando un espermatoizoide entra en el óvulo ya es persona. Pero la ciencia explica que esto no quiere decir que el óvulo fecundado tenga DNI. La entrada del espermatozoide inicia un proceso evolutivo que con mucha suerte termina en un nacido. El huevo fecundado, para que pueda desarrollarse, tiene que estar en el útero. Si lo dejamos en el laboratorio, con el paso de los días se rompe la membrana y se derraman las células, como un cultivo cualquiera”, comenta el doctor Coco.
Lo cierto es que como en nuestro país no existe una ley que regule estas prácticas, el destino de los embriones que no fueron seleccionados en el proceso de DGP depende del criterio de cada centro.
En Halitus dicen que tienen la premisa de no descartar embriones genéticamente normales. Por lo tanto, las parejas se comprometen a congelar para el futuro los no utilizados, o a donarlos. En cambio, en Fecunditas consideran que la pareja debe decidir qué quiere hacer con los embriones. Si deciden desecharlos, pueden hacerlo.
Vacío legal. Los especialistas coinciden en que si bien en materia de técnica y conocimiento se están realizando los mismos procedimientos en la Argentina que en Europa y Estados Unidos, en materia legal nuestro país está muy atrasado.
No existe una ley de fertilización asistida que regule todos estos procedimientos. “Las cuestiones de ética las manejamos entre nosotros. Con respecto a la legislación, es buena para poner orden y protección para todos, pero considero que es preferible que no haya ley a que haya una muy restrictiva”, explica Pasqualini.
Para Luisa Barón, psiquiatra especializada en reproducción asistida y presidenta de la Fundación Impsi, el vacío legal perjudica más a los médicos, que deben decidir sobre cuestiones éticas solos. “Yo quiero trabajar en una ley porque soy médica, no curandera. Lo que la gente tiene que preguntarse es por qué no hay ley. Tal vez como sociedad todavía no estamos listos para eso, porque no tenemos la madurez necesaria o porque somos más prejuiciosos que otros países”, explica.
Para Barón, muchos de los cuestionamientos y polémicas se deben a lo novedoso del tratamiento. Y considera que se irán resolviendo con el paso del tiempo: “En general, cuando la ciencia toca temas que tienen que ver con la vida y la muerte, genera dilemas éticos y muchas veces reacciones adversas. Hay que entender que son temas que tocan la sensibilidad de mucha gente y es necesario analizarlos desde varias perspectivas. Hace 20 años, los primeros pacientes que recurrían a la fertilización in vitro no querían cruzarse con nadie en la sala de espera. La historia de la medicina está plagada de prejuicios, que luego se fueron superando”.
CASOS
Los Fandiño apuestan a que nazca un donante perfecto
“No queremos un bebé rubio de ojos celestes, buscamos un hermano que cure a nuestra hija”
Martina baila con su muñeca Florencia, canta las canciones de Barney, juega en su triciclo rosa con bocina amarilla y se ríe para las fotos. Se nota que sus papás Laura y Matías Fandiño hacen todo lo posible para que ella lleve la vida de cualquier otra nena de dos años y medio. Pero Martina es diferente. Cuando tenía sólo seis meses los médicos descubrieron que lo que le impedía aumentar de peso y desarrollarse bien era una enfermedad genética, hasta ahora incurable, que se llama beta talasemia mayor. Su problema está en la sangre y en la degradación de los glóbulos rojos, que generan altos índices de anemia.
Por eso desde los seis meses hasta el día de hoy Martina necesita sacarse sangre todas las semanas, para controlar el nivel de la hemoglobina. Además una vez por mes pasa internada un día en el hospital, recibiendo una transfusión de sangre, hasta ahora la única alternativa que le permite seguir viviendo. Como este tratamiento trae aparejada la acumulación de hierro en el cuerpo que puede derivar en daños irreparables en los órganos, también debe tomar una medicación diaria para mantener esos niveles equilibrados.
“Mi mujer y yo somos talasémicos menores, algo que no sabíamos en el momento en que nació Martina. Por eso ella heredó nuestra carga genética y la combinación fue la peor. Cuando a los seis meses vimos cómo le entubaban el bracito para hacerle una transfusión, yo me quería morir. A pesar de que tratamos de que ella haga una vida normal, a veces resulta difícil. Ella se porta bárbaro, nunca se queja. Pero imaginate lo que es para una beba que todos los meses se tiene que hacer transfusiones y todas las semanas sacarse sangre”, comenta Matías, que es quien decide hablar en nombre de su familia en esta nota.
El diagnóstico del hematólogo de los Fandiño, un especialista en talasémicos mayores fue claro. La única alternativa que podría terminar con la tortura de las extracciones de sangre y transfusiones es un transplante de médula ósea. Pero para que la operación resulte exitosa es necesario un donante relacionado, es decir, un pariente directo que sea histocompatible con la beba. “Mi mujer y yo nos hicimos los estudios para ver qué porcentaje de compatibilidad tenía con nosotros, y no servimos. También hicimos una búsqueda internacional y dimos con un donante con gran porcentaje de histocompatibilidad, pero hay riesgo por no ser parientes. La solución ideal sería que Martina tenga un hermano y este sea 100% compatible”.
Cero riesgo. Si bien los Fandiño podrían intentar tener otro hijo por vía natural, tienen tantas posibilidades de que nazca sano como enfermo. Y en el caso de no nacer con talasemia, podría no ser compatible con su hermana. La alternativa de recurrir al diagnóstico genético preimplantatorio les permitiría seleccionar un embrión sano e histocompatible, que resulte un donante perfecto para Martina. “Somos conscientes de que al seleccionar embriones estás diciendo ‘este sirve y este no’. Y el que no sirve también es tu hijo.
En esto hay cuestiones éticas, religiosas, miedos, culpas. Pero nosotros pensamos en Martina, queremos que ella no pase por todo esto. En el DGP podés ver la manipulación genética o al chico que se puede sanar, nosotros vemos la posibilidad de cura de nuestra hija. Respetamos a los que no lo comparten, pero muchos no se han puesto en nuestro lugar. No estamos eligiendo un rubio de ojos celestes y metro ochenta. Queremos un hijo sano, que ayude a Martina”, explica Matías.
Matías y Laura ya están decididos y aseguran que si la posibilidad existe, van a hacerlo. Todavía les quedan muchos estudios por delante y terminar de resolver el financiamiento del tratamiento, que no cubre ninguna obra social.
“Hay veces que me vuelvo loco. Pienso en la posibilidad de tener dos criaturas en casa, y encima a Martina sana, y se me llenan los ojos de lágrimas. Pero no nos queremos ilusionar antes de tiempo. Sabemos que no es fácil. Primero hay que hacer el tratamiento, encontrar un embrión sano y compatible con Marti, que Laura quede embarazada y el bebé nazca bien, y después de todo eso viene el trasplante”.
Mientras tanto, Matías, Laura y Martina siguen intentando sobrellevar de la mejor manera posible la dura rutina de médicos, extracciones de sangre e internaciones. Aunque ahora sienten que es distinto, porque hay una luz al final del camino. “Hablamos mucho del tema porque tenemos que estar preparados desde el punto de vista psicológico y físico, sobre todo mi mujer que es la que pone el cuerpo. Yo siempre le digo a la Laura que no estamos buscando un Mesías. Vamos a tener un hijo, no un salvador, y eso hay que tenerlo claro. También decidimos que si hay un embrión sano pero no hay ninguno histocompatible, vamos a tenerlo igual. Queremos darle a Martina la posibilidad de tener un hermano. Y nosotros volver a disfrutar de la experiencia de ser padres”.
Juana logró que su beba no herede su enfermedad
“Aunque sé que la Iglesia no lo aprueba, sigo rezando y mi hija se llamará Luján”
Juana (se utiliza nombre falso para mantener en reserva su identidad) tenía 18 años cuando se enteró que había heredado de su padre y su abuela la enfermedad de Huntington, un trastorno progresivo que ocasiona la degeneración de las células nerviosas del cerebro, produciendo alteraciones cognoscitivas, psiquiátricas y motoras. A pesar de que las propias características de la enfermedad –que se despierta entre los 30 y los 50 años– le daban la chance de vivir unos años saludables, cuando recibió el resultado del test genético la posibilidad de ser madre se derrumbó de un golpe.
Cada hijo de un padre con este trastorno tiene un 50% de posibilidades de heredar esta mutación en el cromosoma 4 que puede generar demencia progresiva, pérdida de la memoria y cambios en el lenguaje, entre otros síntomas.
“Muchos en mi familia no quieren saber nada de la enfermedad y se resisten a hacerse las pruebas genéticas. Yo no. Decidí hacerme el test y sea cual fuere el resultado encarar la vida de manera positiva. Eso sí, mi sueño de ser madre se pinchó cuando me dijeron eso. Si bien podía quedar embarazada naturalmente había visto lo que pasó con mi abuela y mi papá y no quería eso para mi hijo. Todos me planteaban un futuro negro, pero yo buscaba los grises”, comenta esta mujer de 28 años, casada con C., de 32.
Juana decidió no quedarse de brazos cruzados a esperar que los síntomas aparecieran. Armó una asociación (www.huntingtonargentina.com.ar) para ayudar a otros que estuvieran en su situación. Se puso en contacto con fundaciones en Europa y a partir de ellos se enteró que existía una técnica para seleccionar genéticamente los embriones y así asegurar la posibilidad del nacimiento de un hijo sano. “Habíamos pensado viajar a Estados Unidos o a España para intentarlo, pero después del corralito y la devaluación nos resultaba imposible. En el 2002 fui a una charla en la que me informaron que se empezaba a hacer en algunos centros de acá. Fue uno de los días más maravillosos de mi vida. Saber que podía tener un hijo genéticamente nuestro, sin enfermedad, fue fascinante”.
Ahorro. Juana es profesora de matemáticas y su marido, ingeniero en sistemas. Desde el momento en que este diagnóstico genético se convirtió en una posibilidad empezaron a ahorrar para hacerlo. “Tenemos una buena obra social pero no te cubre estos tratamientos. En los dos intentos que hicimos gastamos cerca de 30 mil pesos. Por eso seguimos alquilando este departamentito y no nos compramos un auto, toda la plata que ahorrábamos la juntábamos para esto. Pero los médicos lograron el sueño de mi vida. Y yo voy a estar eternamente agradecida”, explica mientras acaricia su panza de siete meses.
En febrero de 2006 iniciaron el primer tratamiento. Obtuvieron seis óvulos para fecundar, de los cuales se desarrollaron cuatro embriones y sólo dos no tenían la falla genética. “Llamábamos todos los días para ver cómo evolucionaban, hasta que nos avisaron que ninguno estaba apto para ser transferido. Pensé que no iba a tener más ganas de seguir, pero en agosto decidimos intentarlo una vez más”, reconoce Juana. “Cuando me confirmaron que estaba embarazada sentí un estado de felicidad total. La primera ecografía, cuando escuchamos los latidos del corazón, fue un momento mágico”.
Juana explica que con su marido siempre estuvieron convencidos. Pero saben de los prejuicios de los demás, por eso piden no revelar sus nombres. Ella misma reconoce que sus principios religiosos fueron un conflicto. “Como soy católica practicante sentía que Dios me iba a castigar, que nos iba a dejar excluidos. Fui a hablar con un sacerdote. Le expliqué que quiero lo mejor para mi hijo y lo más importante es que nazca sano. El cura me tranquilizó y yo entendí que aunque no haya coincidencia en este punto, sigo rezando y todos los meses le voy a agradecer a la Señora de la dulce espera. Cuando me dijeron que esperaba una nena, decidí llamarla Luján”.
Nancy Abrescia tuvo a su hijo por selección genética
“Cuando Esteban sea más grande le contaré que nació de una manera más artesanal"
“Mi objetivo era ser mamá. Estaba tan obsesionada con eso que salía a la calle y veía a 38 embarazadas en media cuadra. Había llegado un momento en que no quería ni ir a los cumpleaños de mis sobrinos, porque me encontraba con amigas, primas, y la que no estaba embarazada, tenía un bebé recién nacido. Me deprimía muchísimo, pensaba cómo puede ser que les toque a todas y a mi no”. Nancy Abrescia estuvo cinco años intentando quedar embarazada. Desde 1999 hasta 2003 hizo 15 tratamientos de fertilidad sin resultado positivo.
“Lo que pasamos con mi marido durante todos esos años fue agotador. Al comienzo de cada tratamiento yo hacía reposo absoluto y encerrada en casa no haciendo nada me volvía loca. Hacíamos tres intentos por año: fallaba uno, esperábamos un poco y arrancábamos de vuelta. Mi vida era reposo, inyecciones y ecografías. En el 2000 logramos un embarazo y yo estaba tan emocionada que me hacía un Evatest todos los días. Pero a la sexta semana lo perdimos. Al final ya no tenía ganas de nada”, confiesa Nancy.
Hasta que en el 2003 el doctor Sergio Pasqualini les ofreció probar con algo que empezaba a usarse en Argentina, el diagnóstico genético preimplantatorio. Eso les permitió darse cuenta que algunos de los embriones presentaban alteraciones genéticas que les impedían una buena transferencia. “Cuando los médicos nos plantearon esta alternativa no lo dudamos. Siempre hablábamos con mi marido en que íbamos a adoptar cuando ya no hubiera ninguna posibilidad de un hijo propio. Hasta llegamos a plantearnos viajar a Israel, para hacer una prueba. Pero allá nos dijeron que estaban haciendo lo mismo que en Argentina”, recuerda.
Dedicaron un año a estudios antes de poder iniciar el DGP, que finalmente les permitió ser padres. Nancy cuenta el momento en el que el test dio positivo y no puede aguantar el llanto. “Me levanté a las siete de la mañana y cuando vi las dos rayitas no lo podía creer. Lo desperté a mi marido para preguntarle si veía lo mismo que yo. Nos quedamos mudos, sin reaccionar. En un momento nos cambió la vida”.
Hoy Esteban tiene dos años y Nancy reconoce que cuando sea más grande va a explicarle que él nació de una manera “más artesanal”. “Solo nosotros sabemos todo el esfuerzo que hicimos para tener un hijo. El deseo era muy fuerte y la posibilidad estaba muy lejos. El DGP es un avance increíble y si todavía hay prejuicio es porque hay desconocimiento”.