Era como una de esas leyendas urbanas que te cuentan los tacheros. Yabrán vive en Tailandia. Néstor no estaba en el cajón. Las florerías que abren hasta tarde venden droga. Hace seis años que laburo de periodista, así que más o menos tengo una idea de cómo funcionan los rumores. Lo de Néstor la tiró Mirtha cuando estaba con Carrió, al aire. Y había un loco, allá por 1998, que repartía unos volantes en el subte que decían que Yabrán estaba vivo. Pobre loco, no existía internet. Las redes sociales cambiaron todo, pero la esencia del rumor es la misma. Alguien tira una piedra desde arriba de una montaña y la bola de nieve crece sola. Lo importante no es que sea verdad, la verdad no existe. Lo importante es que sea verosímil. Y que alguien lo quiera creer. Pero esto no era verosímil. Y yo no lo podía creer. “Raúl Eugenio Zaffaroni, juez de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, regentea prostíbulos”. Parecía una tapa de Barcelona. Pero no lo decía la Barcelona, ni un tachero, ni un anónimo en Twitter. Me lo decía Sofía, cerveza de por medio, en un bar del bajo. No podía ser.
Sofía, llamemoslé Sofía, era linda, muy linda. Estatura media con tacos, pelo lacio castaño larguísimo, cachetes de maestra jardinera y unos ojos tristes así de grandes. Trabajaba en una productora y la conocí intercambiando favores por Twitter. Una noche, casi por aburrimiento, la invité a tomar algo después del laburo. Yo trataba de entretenerla con algunas anécdotas intrascendentes, hasta que me ella me sorprendió y me dijo “Zaffaroni tiene un puterío”.
-¿Cómo un puterío?
-Un puterío, sí, un sauneta, un privado.
-No puede ser.
-Sí, es.
-¿Cómo?
-Mi viejo vive en un edificio de Recoleta, y en uno de los departamentos hay prostitutas que atienden ahí, y las expensas llegan a nombre de Zaffaroni.
-¿Zaffaroni Zaffaroni? ¿No será otro?
-Raúl Eugenio Zaffaroni.
-No puede ser.
-Te juro.
-Mostrame.
-Cuando quieras venís a la casa de mi viejo y te muestro.
-Dale.
Fumamos en la puerta del bar a cinco centímetros de distancia. Después de la tercera cerveza la acompañé hasta su casa. Vivía por Plaza San Martín, cerca de Cancillería. Justo cuando llegamos a la puerta del edificio, me interrumpió el teléfono.
El departamento de su padre quedaba enfrente del Cementerio de Recoleta. Típico edificio setentoso, cuadrado. Javier, llamemoslé Javier, un dandy, bajó a abrirme en un ascensor de dos personas. Se sirvió un whisky y se tiró en el sillón. En la mesa ratona estaba el resumen de expensas. “Piso 5, depto 19. Zaffaroni, Eugenio. Expensas ordinarias: $346,06. Deuda anterior: $346,00. Recargo por mora: $34,60”. Javier me contó que hacía unos diez años que vivía ahí y que siempre había funcionado un privado en el departamento 19. Pero en los últimos meses había cambiado el dueño, o la administración, o las chicas que atendían, y, básicamente, estaban armando quilombo. Ruidos a cualquier hora, clientes que trataban de entrar a otros departamentos, intentos de robo. A él mismo le habían entrado el día anterior, mientras no estaba, y se llevaron algunos pocos objetos de valor. Fue después de que su hija me contara el caso, pero nunca sospechamos que había relación entre su denuncia y el robo. Coincidencia, mala suerte, cosas que pasan. Habían intentado contactar a Zaffaroni, decía Javier, pero el domicilio legal que declaró era el mismo que el de ese departamento, en lugar de su propia casa. Y todos los llamados telefónicos no habían llegado a ningún lado. “Quedo a tu disposición”, me dijo, mientras me daba una copia del recibo de expensas. En la puerta nos cruzamos al portero. “Estas chicas nuevas que hay son un desastre, ya no respetan nada”, repetía. Nos quedamos charlando y vimos salir a una de las trabajadoras del amor. “Esa, esa que va ahí, esa es”, señaló. Antes de irme, me regaló un papelito rosa, con un angelito dibujado. Decía “caramelitos y masajes” y tenía un número de teléfono. Lo guardé en la billetera.
“Tengo una bomba”, le dije a Juan Marcos, mi editor, cuando volví a la redacción. “¿Esto está chequeado?”, preguntó. Además de las expensas, no teníamos nada. Después de un par de horas googleando, encontramos una declaración jurada que Zaffaroni había dado a la Cámara de Diputados en 2003, cuando entró a la Suprema Corte. Ahí decía, bien clarito, que el departamento era suyo. Empecé a llamar a las oficinas de Zaffaroni para tener su versión del caso, aunque sea una desmentida, aunque sea un “no comment, pibe”. No podíamos publicar algo así sin chequear con todos los involucrados. Nunca me atendieron ni me contestaron los mails. Tampoco me dio bola un secretario que, sospecho, pensó que lo estaba extorsionando. Pasaron cuatro días y decidimos publicar. Pero faltaba un detalle: los vecinos decían que había prostitutas trabajando en ese departamento, pero no teníamos una prueba fehaciente de que eso pasaba. Y yo no iba a ir a fijarme con una cámara. Me acordé del papel que tenía en la billetera y se me ocurrió llamar. Y grabé la llamada:
El viernes 22 de julio de 2011 a las 17.45 Perfil.com publicó la primera nota sobre los prostíbulos de Raúl Eugenio Zaffaroni. Lo primero que pasó fue: nada. Pensaba que la noticia iba a correr como un reguero de pólvora, pero no. El Diario Perfil no la levantó ese día, ni al día siguiente. Ningún otro gran diario nacional lo mencionó. Ni siquiera se mencionó mucho la bola en Twitter, donde apenas la compartieron una decena de veces. El domingo 24 de julio, Darío Gallo, que entonces dirigía Libre, mandó a un cronista al departamento en sí. “El puticlub del juez por dentro”, rezaba la tapa del lunes. El diario hablaba del privado como si todos los conocieran, aunque poca gente había leído la nota original. Ahí sí, la bomba explotó. Hasta en los foros de escorts se comentaba la noticia. La ONG La Alameda denunció al juez y una diputada de la Coalición Cívica salió a pedir explicaciones. Recién ahí Zaffaroni respondió, con cinismo, que le iban a “ahorrar el juicio de desalojo”. En ese momento pensaba que la cosa no iba a pasar a mayores: una denuncia de la Coalición Cívica no se le niega a nadie, y la mayoría de las veces termina archivada. El problema fue que Libre encontró un segundo prostíbulo en un departamento del juez. Y la Alameda denunció otros tres. Y apareció un sexto.
El viernes 29 de julio a la noche sonó mi celular. Era Sofía. “Apurate, están desalojando el departamento del edificio de mi viejo”. Tomé el primer taxi que encontré y llegué justo para ver cómo se iba el flete. Apenas pude sacar algunas fotos que no servían de mucho. Me invitó a subir. Javier me sirvió un whisky. Sofía y yo salimos a fumar al balcón. Hablamos de la repercusión mediática que había tenido, al fin, la nota. Esa semana me cansé de salir en radios. Todos me preguntaban más o menos lo mismo, cómo descubrí el casó, qué pasó, qué iba a pasar con Zaffaroni, etcétera. En una radio comunitaria incluso me preguntaban cuál creía yo que era la función del periodismo. También me sacaron al aire en el programa que tenían Ernestina Pais y Osvaldo Bazán en la FM Metro. Me agarraron dormido y dije que pensaba que capaz el administrador y la inmobiliaria le habían "hecho una cama" a Zaffaroni. En ese momento, no sabía que el administrador era Ricardo Montivero, apoderado del juez. En 678 pasaron mil veces ese audio que, para ellos, demostraba que el caso era una “operación mediática”. Sofía me habló de los chistes que hacían en Twitter sobre el tema. Ella se reía.
Lo que vino después fue bastante previsible. Libre (entre Gallo y Federico Fahsbender cubrieron el caso mucho mejor que yo) descubrió que la inmobiliaria que administraba los departamentos no tenía habilitación. También entrevistaron a Ana Touché, la actriz porno que trabajaba en uno de los privados. El juez dijo que era todo una operación mediática en su contra. Ricardo Lorenzetti, presidente de la Corte Suprema, lo respaldó y sostuvo que no había cuestionamientos a su “accionar judicial”. Apareció en escena Ricardo Montivero, apoderado de Zaffaroni, que administraba sus propiedades y en esa época compartía su domicilio. El juez anunció que iba a revisar los contratos y cambiar de inmobiliaria. El 8 de agosto ordenó desalojar los departamentos. Una semana después comprobé que estaban todos vacíos. "Por mi parte está todo aclarado”, repetía el juez. La denuncia siguió, pero ya sin fuerzas. Para mediados de 2012, el expediente apuntaba sólo a su apoderado. El 15 de mayo de 2013, Ricardo Montivero se declaró culpable de haber infringido la ley de profilaxis. Tuvo que pagar una multa de 12.500 pesos. Caso cerrado.
Desde el kirchnerismo, el principal argumento contra la nota era que se trataba de una "operación mediática". El grupo Clarín -a través del diario Libre, que era de Perfil- estaba operando a un juez de la Corte Suprema para presionar un fallo que declare inconstitucional la Ley de Medios. Era verosimil, pero no era verdad. Lo más parecido a la verdad, aunque la verdad no exista, es esta historia. Lucas Carrasco decía que me comí un carpetazo. No soy Rodolfo Walsh, pero sé lo suficiente para reconocer un carpetazo. Y me hago cargo de todo lo que firmé. Algunos periodistas y amigos kirchneristas me decían es que “no era noticia” porque “no había ningún crimen”. No soy abogado, no sé si hubo delito o no, pero que un departamento (o seis) de un juez de la Corte Suprema funcione como un prostíbulo es nota acá, en The Sun y en The New York Times. Sería noticia si le pasara a cualquier funcionario público, del kirchnerismo o de la oposición. Soy peronista, y en esa época me identificaba con el oficialismo. En octubre de 2011, Cristina Fernández de Kirchner fue reelecta con el 54% de los votos. Un amigo me comentó, en broma, que si no fuera por mi nota, habría sacado el 70%.
La pregunta clave en el caso no es si Zaffaroni es culpable o no, o de qué. La cuestión es si sabía o no. La Alameda insiste: "Zaffaroni sabía". Una persona que conoce al juez me dijo que es "muy colgado" y que está siempre “abocado al estudio”, que por eso no se encarga de las cuestiones materiales. De eso se encarga Montivero. El problema es que cuatro de los departamentos habían sido alquilados a una misma inquilina como residencia exclusiva. Algunos de los privados pagaban tres o cuatro veces más el valor de mercado del alquiler de un departamento. Zaffaroni insiste en que nadie lo notificó formalmente, pero ¿cómo hacerlo si no declaraba domicilio legal ante los administradores? Todas las notificaciones al propietario llegaban al inmueble alquilado, no a su casa ni a su despacho. Vecinos y administradores dicen, off the record, que intentaron contactarlo y nunca obtuvieron respuesta.
La noticia murió, como mueren todas las noticias, y todo siguió como antes. En enero de 2013, el periodista Federico Bianchini ganó el Premio Don Quijote por una afectuosa y condescendiente crónica/entrevista a Zaffaroni publicada en la revista Anfibia. En la nota, apenas se menciona al final el caso de los departamentos. “Son quince inmuebles en la ciudad que están en todas mis declaraciones patrimoniales, es obvio que no puedo administrarlos personalmente, de modo que tengo un apoderado y una inmobiliaria que los alquila”, justificaba el juez. El premio vino acompañado de una suma de 9.000 euros. A mí me dieron un Premio Perfil a la Primicia Digital y un abrazo. Cosas que pasan. Con Sofía de a poco dejamos de chatear y ella dejó de aparecer en las redes sociales. La última vez que me la crucé fue hace más de un año, entre la masa de gente de un boliche. Me dijo que tenía algo para contarme, pero me tenía que ir y no la volví a ver esa noche. Después me enteré por conocidos en común que salía con el bajista de una banda muy conocida, o que estaba laburando mucho, o que había largado todo para irse de azafata a Dubai.