Decíamos la semana pasada, y si no lo dijimos entonces lo agregamos ahora, que la tecnología se ha vuelto el nuevo fetiche que reemplaza al dios escondido de las antiguas religiones por la presencia visible de una serie de aplicaciones y plataformas que permiten que ectoplasmas parlantes de diversos tamaños profieran sabidurías obvias y mayormente estupideces en veloz sustitución perpetua.
Por cierto, la tendencia natural es hacer la más fácil, la más cómoda. Y es más fácil soltar alegremente alguna gansada que tomarse el trabajo de acuñar un pensamiento nuevo. No obstante, dentro de ese facilismo generalizado de ayer, hoy y siempre, aparecen las iluminaciones inesperadas, las joyas de lo bizarro que combinan intuiciones parciales, fruto por lo general de la ignorancia, con apariencias de razonabilidad. Los sofismas, incluso las mentiras flagrantes, producen efectos persuasivos si se repiten la cantidad de veces necesaria para adoptar la apariencia de una convicción fundamentada, sobre todo si sus propaladores las sueltan con el énfasis adecuado a las circunstancias.
Ni hace falta recurrir al ejemplo de mi casi homónimo Joseph Goebbels, que un par de días antes de la derrota alemana de la Segunda Guerra proclamaba en sus proclamas radiales la inexorabilidad de las tropas nazis; una mentira es eficaz cuando coincide en dar forma a una esperanza. Y dentro de la amplia gama de las esperanzas (que Dios, por ejemplo, se ocupe de mí a la hora de patear o atajar un penal, me gestione un aumento de sueldo si le rezo un par de horas por día, o que san Antonio me mande novia todos los domingos), las teorías irrealizables y los sueños imposibles aportan riqueza, no verdad, al mundo. Por ejemplo, el cuento ancestral de la tierra hueca.
Es claro: en esta vida no todo es Julio Verne y sus novelas. Si la vida es un sueño a veces infernal, es bueno que soñar despierto se convierta en una delicia. Y la idea de una tierra hueca no es exactamente igual a la del viaje al centro de la tierra, pero también tiene su encanto. Si nadie viene a cobrarme luego, apuesto doble contra sencillo a que el mito de la caverna con el que rentó el plomo de Platón proviene de la sospecha de sus contemporáneos acerca de la existencia de un inframundo al que se accedía a través de las cavernas griegas geográficamente existentes en Laconia, Argólida, Thesprotia, Pontos…. Un rito de pasaje de un reino a otro, que con el tiempo se convierte en forma de subsistencia. Mucho antes, los budistas tibetanos llegaron más lejos al postular –para beneficio de madame Blavatsky y otros teósofos– la existencia de una ciudad subterránea llamada Shamballa, situada en el mismísimo centro de la tierra.
Pero, ¿será de Dios que últimamente, y apenas comienzo a escribir una de estas columnas, tengo que proponerle al sufrido lector que la siga durante la próxima semana (preferentemente sobre y no bajo la superficie terrestre)? Hablaremos, es decir, escribiremos sobre esa tierra hueca y los profetas de otros deliciosos dislates.