La cifra se repitió una y otra vez: el alza del IPC de julio fue del 7,4%, la cifra mensual más alta desde 2002, y la interanual trepó al 71%, que a su vez significó la tasa interanual más significativa desde 1992. Sin embargo, la preocupación no es esta “foto”, propia de un mes en el que se sucedieron tres ministros de Economía y el dólar libre, termómetro de la inestabilidad local, creció igual que en todo un semestre. La proyección es más grave, porque todo indica que los meses venideros serán más difíciles de controlar y se estima una inflación que roza los tres dígitos para fin de año.
No será la primera vez en que la economía argentina entraría en una dinámica vertiginosa. Sergio Massa podrá atribularse por muchas cosas, pero no quedará en los libros como el ministro de una híper: ya hubo otros que le robaron ese rol. Las razones son variadas, obedeciendo al hilo de una inflación “multicausal”: crecen los precios, se eligen “anclas” para evitar el descontrol pero se retraen como un resorte. A veces ha sido el retraso cambiario, otras el nivel tarifario o también el intento por poner techo a las paritarias. Pero el resultado fue siempre el mismo: el restablecimiento de los equilibrios previos y, en el medio, pérdida de poder adquisitivo y de crecimiento. No es la descripción de lo que ocurrió con este gobierno sino con la serie de administraciones en el último medio siglo que, como suele decir la economista Marina Dal Poggetto, mantuvo casi la única política de Estado: el estancamiento de la economía.
La ciencia como base del negocio
El patrón común indica, además, que en los últimos 75 años solamente uno de cada seis tuvo inflación de un dígito, e incluso estuvo más de una década (1975 a 1991) con una inflación promedio arriba del 100% anual. Los planes de estabilización a los que tuvieron que recurrir periódicamente tuvieron éxito solo cuando contaron con dos ingredientes indispensables: un programa integral, en el que la corrección de los precios relativos era instantánea y que no aislaba la mirada fiscal del resto de las variables, por un lado, y el suficiente respaldo político para darle credibilidad y operar sobre las expectativas en el mediano plazo, por el otro.
Durante la implementación del Plan Austral, en 1985, la cercanía de una derrota electoral impulsó la entonces errática política económica de Raúl Alfonsín a interrumpir el camino que años de descontrol fiscal y monetario habían pavimentado para la hiperinflación. La victoria legislativa de ese año tiró por la borda, por primera vez, la sentencia de que un “ajuste” es nocivo en la opinión pública en año electoral. Lo mismo ocurrió en 1991, cuando lo que se perfilaba como una derrota del menemismo, luego de dos hiperinflaciones, pudo transformarse en una cómoda victoria con la puesta en marcha de la convertibilidad. No fue magia, simplemente la familiaridad con los efectos de la alta inflación: inestabilidad crónica, erosión del poder adquisitivo e incluso caída en el empleo; pero sobre todo la clausura de expectativas mejores en el horizonte.
En 2002, la traumática salida del esquema ideado por Domingo Cavallo no fue estrictamente un plan de estabilización sino el de un brusco cambio en los precios relativos que inició dos décadas de altibajos: de un dólar muy alto a un tipo de cambio retrasado, de un sistema de tipo de cambio único y libre a uno múltiple y controlado; un péndulo entre regulaciones y desregulaciones, de default externo a reingreso en el mercado de capitales. Pero a través de tantos años de discusiones, una variable fue imparable: el gasto público subió mucho más rápido que su financiamiento, lo que generó endeudamiento externo e interno, aumento de la presión impositiva y olas de emisión monetaria, en función de lo que estaba a disposición en cada momento.
Lamentablemente, este curioso laboratorio de utopías rupturistas del paradigma de la escasez no pudo acudir al crecimiento para patear la “colisión” de demandas, precisamente porque todas las políticas desalentaron un desarrollo sostenible. Ni un ministro, ni un gobierno, ni siquiera un partido. La gestión de esta larga saga de fracasos va mucho más allá e interpela a la sociedad entera. Sería raro que insistiendo con las mismas prácticas hubiera un resultado diferente.