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Cuando un periodista insulta, se suma al discurso de odio

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Mensajes envenenados. Alerta por el clima que generan algunos medios y periodistas. | cedoc

Algunos medios, en Argentina y fuera de ella, son permeables a reproducir o generar frases cargadas de violencia y carentes de un mínimo de respeto por personas e instituciones, sin que aparezcan justificativos que respalden –al menos en parte– lo que se dice o publica. Esto no es nuevo, por cierto, y lleva ya décadas en nuestro país, en una sucesión de insultos, opiniones desbocadas, ataques directos o indirectos y –en extremo– incitación a grados superiores de agresión. Por poner dos ejemplos entre centenares, quiero recordar que en la década del 70, cuando se acercaba la ominosa noche de la dictadura, sectores políticos antagónicos ensayaban una virulencia que creció hasta desembocar en asesinatos, secuestros, torturas y otras formas de violencia política; y en la década pasada, voceros del poder convocaban a insultar y maltratar imágenes representativas de políticos de oposición y periodistas no adscriptos a la corriente que gobernaba.

La semana pasada, una bomba estalló en una unidad básica de La Cámpora, integrante de la coalición de gobierno, en la ciudad de Bahía Blanca. No provocó víctimas, pero sí destrozos y una luz de alarma: las palabras trocaron en hechos y la agresividad marcó un camino que no tiene vuelta atrás: cuando se instala la violencia física, no hay palabras que frenen la escalada.

Periodistas que insultan, con palabras más o menos directas, son protagonistas por estos días de polémicas que exceden lo que este oficio les permite: tienen derecho, claro, a opinar; pero no a transformar su opinión en descalificaciones generalmente injustificadas o, cuanto menos, exageradas hasta los límites del buen gusto.

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En 2020, sucedió en Centenario, segunda ciudad de Neuquén, un hecho trágico: una persona fue asesinada y prendida fuego por un grupo que transformó en acciones lo que se venían fogoneando desde las redes sociales y algún medio poco serio: se acusaba sin pruebas a esa persona de haber cometido un delito aberrante, algo que se comprobó más tarde –demasiado tarde– que no era cierto. El diario Río Negro publicó en noviembre un artículo sobre el tema, firmado por Roberto Samar y Magdalena Alvarado, ambos catedráticos en comunicación e investigación criminal. Señalaban en ese texto que “las noticias de alto impacto emocional ante la conmoción provocada tienden a reproducirse velozmente, lo cual podríamos pensar que es funcional a los discursos de odio y a los actos violentos”. 

En definitiva, de lo que hablo es de ejercer el periodismo como lo mandan sus doctrinas no escritas, sin caer en extremos que suelen estar contaminados por opciones políticas, económicas, de factores de poder o de la impunidad de las redes sociales. 

La semana pasada, la Defensoría del Público emitió un comunicado en línea con lo que este ombudsman intenta transmitir: “Los discursos violentos atentan contra los principios de convivencia social que constituyen los fundamentos de la vida democrática –dice–. Las manifestaciones de odio a un oponente combinado con llamamientos aberrantes que empujan a cometer acciones delictivas en nombre de dudosas convicciones son inadmisibles, en el marco de los contenidos que producen los medios masivos de comunicación”. Agrega la Defensoría: “Queremos expresar nuestra preocupación ante reiterados mensajes en los medios de comunicación donde periodistas desean la muerte o la eliminación de un determinado colectivo político con el que no se están de acuerdo y lo hacen en términos discriminatorios, clasistas y violentos”.

No es bueno el clima que están generando esos periodistas y medios.