No es necesario recurrir a la apuesta de Pascal para convenir que en términos personales, íntimos, es mejor contar con el consuelo de una religión que estar habitado por la sospecha que muerto el cuerpo se apagó la rabia contra la claridad que cesa; y tampoco hay que ser muy perspicaz para aceptar que las religiones han funcionado siempre como el pretexto ideal para que desde los imperios más consolidados hasta las tribus más recónditas se ocupen de destripar, quemar, degollar, asaetear, fusilar, hornear o simplemente arrojar por un barranco al semejante que consideran su enemigo. No obstante, hay que reconocer que el impulso de la fe no se disipa contra toda prueba argumental en su contra, ya que proviene de regiones donde el odio y el temor necesitan de vías de salida. Y eso, a lo largo de siglos y milenios, viene proporcionando a los agnósticos, los ateos, y hasta los más simples y crédulos de los creyentes una satisfacción nacida de la forma en que estas religiones se organizan, desarrollan, decaen y finalmente mueren de muerte natural o por aniquilamiento, síntesis y transformación a manos de religiones más fresquitas, cada cual a su manera. Dios no es un mundo en el que amar es la eternidad que uno busca, sino el orbe abstracto, el objeto de predicación más perfecto que desarrolló el pensamiento humano para indagar alegremente en el absurdo y beneficiarse de lo que encuentra en el camino, y se constituye como un pacto colectivo que al postular como ley fundamental su existencia altamente improbable (cuyo sostén y defensa argumental podríamos definir como teología), nos evita el riesgo de caer en un manicomio.
Dicho esto, hay que agregar que toda teología es tan fatigosa e inútil en términos prácticos, como estimulante intelectualmente y deliciosa per se. Una vez, un político ruso con vocación de poder y ánimo promover el ateísmo como credo de Estado definió a la teología como una disciplina sin objeto. Ese brillante epigrama digno de Oscar Wilde en el fondo no era sino un reconocimiento implícito de su impotencia para inventar algo de semejante dimensión (un todo desde la nada originaria, igual que el universo).
Infelizmente, en estos tiempos la eternidad y la verdad como bandera se han vuelto armas muy esgrimidas contra el modesto argumento de prueba y error. Las faltas de evidencia son defendidas con ardor (Trump, cruzado universal) y toda prueba científica es leída como fruto de una conspiración creciente. Continuará.