No es común un libro como El último liberal, posiblemente un mal título para estas conversaciones entre Andrés Rosler y Jaime Malamud Goti en el que los autores parecen dividirse las tareas: podría decirse que uno es el encargado de la teoría y el otro de los trabajos prácticos. El prólogo de Carlos Pagni confunde un poco las cosas y al final sugiere, en nombre del psicoanálisis y de algunas anécdotas personales, que tal vez el “Juicio a las Juntas no se hubiera llevado a cabo si la relación de Malamud con su padre hubiera sido más armoniosa”. No me parece que la coquetería intelectual del prologuista justifique emitir ese tipo de hipótesis incomprobables. El tema es demasiado importante como para andar soltando contrafácticos.
La frivolidad de la presentación no alcanza a ocultar que el libro es un diálogo entre dos personas importantes en la historia argentina reciente. Por un lado, el abogado Malamud es uno de los artífices del juzgamiento de las cúpulas militares durante la presidencia de Alfonsín, pero también uno de los raros casos de un protagonista capaz de reflexionar durante años sobre su papel y el de los otros participantes en los hechos sin dejarse agobiar por la leyenda. Por el otro, el filósofo del derecho Rosler es quien más profundamente ha interpelado desde sus escritos la distorsión del sistema judicial argentino que renunció a las garantías constitucionales y violó, entre otros principios, el de la ley más benigna, la irretroactividad y la soberanía del derecho nacional para convertir la reapertura de los juicios a los militares en persecución, venganza y justicia según la cara del cliente.
Tal vez lo más singular del libro es que refleja lo que está ocurriendo últimamente en la Argentina en varios sentidos. Por una parte, no creo que este libro se hubiera publicado hace algunos años, cuando hablar de estos temas era un tabú creado por un nuevo y aberrante sentido común jurídico al servicio de una causa política. No era difícil, aun para el lego, darse cuenta de que los argumentos de Rosler y otros juristas eran impecables, pero ni los legisladores ni los comunicadores ni los mismos jueces podían sostenerlos en público. Esa época de censura estricta ya pasó y hoy es posible conversar al respecto sin aceptar la vulgata de que la causa del bien pasaba por hacer juicios a granel.
La otra razón para destacar la originalidad de El último liberal es la fascinante personalidad de Malamud, menos interesado en rivalizar con las largas parrafadas de su interlocutor, cuyo estilo literario es un tanto espeso, que a introducir pinceladas de su carácter de dandi intelectual, de académico de acción siempre listo para una misión riesgosa y a desplegar la franqueza y la frescura que le permiten dudar de su pensamiento o revelar la tozudez de su idolatrado colega Carlos Nino. Malamud no tiene miedo de contar que hablar con Seineldín podía ser más pertinente para entender a los adversarios de la democracia que refugiarse en el club de las buenas conciencias sin correr ningún riesgo. Si algo deja pendiente el libro es el deseo del lector de conocer las otras aventuras que Malamud Goti vivió como mediador y pacificador en distintas partes del muno. Por momentos, uno tiene la impresión de estar frente al Indiana Jones del derecho.