Siempre tuve una gran simpatía por el profesor Henry Higgins, el personaje de Bernard Shaw que mezcla la magia con la lingüística. En pleno Covent Garden, como hemos aprendido viendo My Fair Lady (donde lo interpreta Rex Harrison), se dedica a determinar con seguridad infalible dónde han nacido quienes lo rodean. “Soy capaz de ubicar de dónde viene alguien con un error menor de seis millas en Inglaterra, de dos millas en Londres y a veces de dos cuadras”, se jacta el erudito. Cuando le preguntan si se gana la vida como adivinador en los teatros de variedades, contesta que podría hacerlo, pero hace más dinero enseñándoles a los nuevos ricos a disimular su origen en los barrios bajos.
Una vez estaba en un café con un primo mío y un tercer personaje, un gordo al que nunca volví a ver, que esa noche se dedicó a practicar una versión modesta del truco de Higgins, quien distinguía por ciudades, barrios y calles. Pero el gordo era capaz de decir de qué provincia venía cada uno y logró que, al poco rato, los mozos y los ocupantes de las otras mesas se acercaron para ver si era cierto. Siempre quise aprender esa habilidad, pero después de años de práctica, apenas puedo detectar cordobeses y correntinos.
De todos modos, sigo pensando que estudiar el habla de la gente es una ocupación apasionante, tal vez la rama más deliciosa de la lingüística aplicada, pero dudo que en las universidades se aprendan las artes de Higgins. Y, sin embargo, me parece que conocer los matices léxicos y fonéticos de cada dialecto regional o barrial, cada tonada y cada forma de pronunciar, es un inmejorable acceso a la historia y a la geografía, por lo que el higginsianismo debería enseñarse en la escuela primaria. Serviría, además, para que en esa fuente de indiferenciación burocrática que es la escuela, cada chico tuviera conciencia de su singularidad. Claro que Shaw, eterno defensor de causas equivocadas, utilizaba a Higgins como ariete de una normalización de la lengua inglesa, que dio lugar a la uniforme “pronunciación BBC” en detrimento de la maravillosa y anárquica diversidad que deleitaba a Higgins, aunque él mismo prefería escuchar “un honesto dialecto arrabalero” antes que una imitación del club de golf.
Pero la lingüística higginsiana puede servir también para resolver un crimen, como lo prueba una novela del japonés Seicho Matsumoto, El inspector Imanishi investiga. Matsumoto (1909-1992) fue un célebre autor policial japonés, cuyos personajes están obsesionados por el detalle, como ocurre en El expreso de Tokio, donde la clave del crimen está en los horarios de los trenes. Imanishi comparte la fascinación por los detalles y también por los trenes, ya que se la pasa viajando y nombrando cada estación del trayecto. Pero, en este caso, lo que desconcierta a los detectives es que los testigos afirman que el muerto hablaba como los habitantes de Tohoku, una región del norte de Honshu, la isla mayor de Japón. Pero gracias a un lingüista, termina descubriendo que en una pequeña zona de la región de Chugoku, en la otra punta de Honshu, se habla muy parecido. Al parecer, esa curiosidad responde a que lo que alguna vez fue un área lingüística única se vio cortada por las migraciones de los hablantes en dialecto de Kyoto. Así fue como Imanishi y Higgins empiezan a resolver el caso.