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Estocolmo en Neverland

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Estocolmo cuenta el tórrido nacimiento del síndrome de Estocolmo, cuando una persona secuestrada o maltratada desarrolla un extraño amor hacia su captor. Vestido de cowboy, el ex convicto Lars (un bestial Ethan

Hawke) se acuartela en un banco sueco con un pedido: que liberen a su amigo preso, le traigan un Mustang como el de Steve McQueen en Bullitt y un palo verde. Eso, o asesina a los tres empleados (dos mujeres) que mantiene rehenes.

Son los años 70 y Lars no quiere el dinero: quiere una película. Quiere ser Butch Cassidy navegando por el Báltico con su amigo el Sundance Kid. Lars es un idealista, escucha Bob Dylan, ¿como puede ser un mal tipo? Hay adrenalina y pistolas; Bianca (temblorosa Naomi Rapace) transmuta su terror en intimidad con Lars, se siente elegida por él.

En Latinoamérica, el ideal cinemático del Che Guevara inspiró la lucha armada. Similar al boom

Bandana en los tempranos 2000, miles de jóvenes se sintieron tocados por sus palabras rítmicas y su look capilar. La novela de acción foquista creó jóvenes interminables como Horacio González, que hace poco reclamó una mirada histórica “positiva” hacia la guerrilla. Miro fotos de Horacio juvenil, el pelo largo como ahora; quizás desde entonces no encontraba el shampoo indicado para su Pityrosporum ovale, y sin embargo se fue con el grupo Lealtad, peronistas que no tomaron las armas. La juventud es un síndrome de Estocolmo: quedás enamorado del pelilargo que te apunta con la metralleta en un espejo. La juventud es victimaria siempre, sobrevivir romantiza todo. A los que mueren no les va tan bien.

Es el punto débil de Lars: no quiere hacer daño. Montoneros y ERP eran menos remilgados. Mataron sindicalistas, conscriptos adolescentes, bebés, civiles inocentes y a otros guerrilleros por un ideal: representar al héroe latino de la Guerra Fría, episodio teen guerrero.

Mirando sus acciones y estrategia, fue una generación criminal y pavota, pero en la vejez es esencialmente cargosa. Desean que Argentina sea Bianca, enamorada del captor, que abrace al victimario pelilargo buena onda que escucha Dylan. Viejazo y soberbia en loop

(“¿a quién le hacían la revolución? Si el primer perjudicado era Perón”, me decía un peronista antiguo). Los fans de la guerrilla habitan un Neverland de Peter Pan flotando entre metralletas y estribillos vacuos, sin asumir responsabilidades y errores, felices de no crecer jamás, ni nunca pedir perdón.