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Asuntos internos

Habla, memoria

Hay cosas que se aprenden de memoria como quien adopta un perro callejero: sin preguntar demasiado, sin saber cuánto durará el compromiso ni qué exigencias y problemas traerá consigo. Poemas, definiciones, sentencias sueltas. Uno se los encuentra en la vereda de la infancia o de la adolescencia –épocas donde la memoria es más crédula y menos rencorosa y selectiva– y las levanta con el mismo gesto con el que se recoge una piedra excéntrica para guardarla en el bolsillo. Y así, con los años, uno se transforma en un coleccionista involuntario de pequeños fragmentos que sabe de memoria y que en algún momento creyó fundamentales, pero que con toda probabilidad ya no lo son.

No se recuerda por qué uno memorizó tal o cual cosa. ¿Por qué “Hoy ha muerto mamá. O quizás ayer. No lo sé”? ¿Por qué “La materia es aquello que ocupa un lugar en el espacio”? ¿Por qué “La contabilidad es el conjunto de normas y principios producto de la experiencia...”? Es probable que cada una de estas formas de la memoria automática haya entrado con la fuerza de un accidente: las maestras y los profesores que insistían con los ríos y lagos de la patria, las madres que repetían sentencias como quien cuelga ropa en un alambre, los poemas que aparecían en la contratapa de un suplemento literario. No había, entonces, una selección consciente: la memoria se dejaba escribir como un cuaderno olvidado en un banco de plaza.

La utilidad posterior de estos fragmentos es ambigua. A veces funcionan como fósiles: testigos de una vida anterior que se obstina en sobrevivir. Otras, como bengalas que uno enciende en medio de una conversación para iluminar una idea que de otro modo quedaría a oscuras. Pero lo más frecuente –y lo más curioso– es que emergen sin motivo, como una especie de murmullo de fondo, un eco que insiste en demostrar que estuvo ahí antes que uno se volviera adulto y empezara a olvidar todo lo verdaderamente importante. Como el ruido de la heladera, que se pone en evidencia en el mismo momento en que cesa.

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Recitar de memoria es la forma más humilde del pensamiento. No exige entender ni interpretar: exige, apenas, conservar. Y conservar es una tarea más noble que comprender, porque requiere una fidelidad casi animal, una disponibilidad tranquila, parecida a la del guardián de un museo que ya no mira los cuadros. Lo aprendido de memoria no se discute: se aloja, se cuida, se repite como quien pule un diamante sin preguntarse de dónde provino, quién lo encontró, cuántas vidas costó.

Con el tiempo, la memoria se vuelve selectiva, caprichosa. Las cosas que realmente querríamos recordar –una dirección, un cumpleaños, el nombre de un actor, de un libro o de una película– se deshacen con facilidad, mientras que versos enteros aprendidos a regañadientes sobreviven intactos, como si hubieran encontrado una vía secreta hacia la superficie más dura del cerebro. Tres o cuatro décadas después, uno puede olvidar lo que fue a buscar a la cocina, pero no “Con cien cañones por banda, viento en popa, a toda vela”. La poesía, aunque no se la ame, tiene una insistencia casi biológica.

Es posible que lo que sabemos de memoria no nos pertenezca verdaderamente. O que nos pertenezca del modo en que pertenecen las cicatrices: no las elegimos, no las buscamos, pero ahí están, y aunque a veces molestan, otras veces sirven para recordar quiénes fuimos, qué hicimos. Repetir un verso aprendido a los diez años es, quizás, la forma más discreta de viajar en el tiempo. No hacia un pasado romántico, sino hacia el momento exacto en que la memoria todavía era un territorio disponible, un terreno baldío que podía ocuparse sin tener que pedir permiso.