Hace unos veinte años, conversé con Gonzalo Sánchez de Lozada, cuando pensaba ganar las elecciones bolivianas. Decía que iba a hacer lo que hay que hacer, sin demora, sin consultar nada a la gente ignorante. Creía que podía tomar medidas económicas radicales, aguantar el chubasco con valentía y recuperar la popularidad en pocos años, cuando la economía ordenada haya atraído inversiones, llegue la prosperidad, y el pueblo entienda que fue bueno sacrificarse para que se desarrolle Bolivia.
Tanto él, como el presidente de un país al que asesoraba, hicieron un severo ajuste que provocó masivas agitaciones sociales. Ambos volaron por los aires, y veinte años después, todavía están prófugos.
El presidente peruano Pedro Castillo creía saber lo que hay que hacer. Convocó a una rueda de prensa para disolver el Parlamento, la función judicial, derogar la Constitución, e instaurar una nueva sociedad, que duró pocas horas. Terminó preso en una comisaría con la velocidad propia de los mensajes de la red.
Gabriel Boric fue elegido como consecuencia de las sublevaciones desatadas en Chile en 2019, a propósito del incremento del precio del subterráneo en Santiago. Visto desde el antiguo paradigma, fue un triunfo de la izquierda, ratificado cuando, poco después, los chilenos eligieron una asamblea de izquierda para que apruebe un proyecto de Constitución que reemplace a la de Pinochet. Parecía que llegaba una revolución que cambiaría a Chile para siempre.
Sin embargo, la mayoría de chilenos rechazó la nueva Constitución. Boric, empeñado en refundar el país, borrando las huellas de Pinochet, se puso a trabajar en un nuevo proyecto, y convocó a elecciones para una nueva constituyente. José Antonio Kast, el único político importante que ha defendido a Pinochet abiertamente después de la dictadura, encabezó un triunfo aplastante de la derecha. La izquierda logró diecisiete de las cincuenta y uno bancas en juego, el centro ninguna. Boric y la izquierda colapsan antes de que transcurran dos años desde su triunfo.
Es equivocado analizar el asunto desde el enfrentamiento de las ideologías. Hace año y medio no triunfó la izquierda, ni ahora triunfa la derecha. La mayor parte de las votaciones de la región son negativas. La gente no respalda proyectos, rechaza a políticos. Boric triunfó porque parecía alguien nuevo que se enfrentaba a la política tradicional. Como ocurre con los presidentes solemnes, su popularidad se desplomó cuando quiso ser el “señor presidente” en la cultura del TikTok. La mayoría de chilenos ha votado a quienes combaten a Boric. Son esas las opciones políticas propias de la sociedad líquida: negativas, efímeras, vacías.
Paraguay. Santiago Peña, del Partido Colorado, ganó las últimas elecciones en Paraguay con el 43% de los votos. Efraín Alegre, liberal que encabezó una amplia alianza opositora llegó segundo con 27%. El tercer lugar fue para Paraguayo Cubas “Payo” con el 23%.
Peña obtiene ese porcentaje, en un país en el que el 55% de la población está afiliada al partido que refundó el país después de la guerra de la Triple Alianza. No se puede comprender la política paraguaya sin conocer la gesta de Bernardino Caballero y las peculiaridades de una sociedad traumatizada por haber sido víctima de un genocidio.
Efraín Alegre no podía ser la imagen de la renovación cuando intentaba llegar al Palacio de los López por tercera vez. Lucía viejo y deprimido, enfrentando a un candidato joven y dinámico. Como dice Rodríguez Rubí en su libro Los tristes no ganan elecciones. Los paraguayos tenían que elegir entre dos alternativas tradicionales.
Payo es un personaje que consigue votos antisistema. Como Boric, Bolsonaro, Castillo, o Trump, no se parece a los “políticos de siempre”. Acepta ser esquizofrénico, pero dice que está medicado. Violento, arremete a correazos contra sus adversarios, golpeó a un juez que lo había encausado y defecó en su oficina, tiró agua al senador Galaverna en la Cámara. Es poco convencional.
A pesar de estar muy abajo del triunfador, no aceptó el resultado de las elecciones, se dijo víctima de un fraude. Fue detenido, pero Paraguay sigue conmovido por la movilización de sus seguidores.
Los colorados ganaron las elecciones, pero si no cuentan con una estrategia política y de comunicación tendrán dificultades para gobernar. Santiago Peña puede ser quien entierre al Partido Colorado, como lo hizo Peña Nieto con el PRI, Iván Duque con el Partido Conservador, y puede que lo están haciendo algunos de sus vecinos con el peronismo.
La mayoría de la gente no acepta restricciones económicas ni quiere perder espacios de libertad. La reforma de la previsión social incendia Francia, Líbano se disolvió cuando el gobierno quiso poner un impuesto de 20 centavos al WhatsApp, Israel vivió una rebelión general por la reforma judicial. Es fácil que la gente se movilice para detener cualquier iniciativa de un gobierno.
Argentina. En Argentina algunos políticos creen que proponiendo un programa de ajuste pueden ganar las elecciones, y conseguir una amplia mayoría en el Congreso para aprobar un paquete de medidas. Si el Congreso no los ayuda piensan convocar a plebiscitos para que la gente les defienda de los otros políticos. Piensan ser valientes, aferrarse al asiento durante unos años, hasta que lleguen la inversiones y todo se componga.
El razonamiento carece de sentido. Ningún candidato que proponga un plan de ajuste como programa de gobierno, puede ganar las elecciones, y menos conseguir una mayoría parlamentaria que lo respalde. Especialmente en el Senado, muchos representan, legítimamente, intereses provinciales que chocan con un manejo económico racional.
Si alguien cree que puede gobernar con plebiscitos se equivoca. Soy parte de un equipo que ha participado con éxito oponiéndose o apoyando plebiscitos en varios países. Con esa experiencia, anticipamos a Boric, hace meses, en esta columna, que perdería la consulta constitucional. Les dijimos lo mismo a otros presidentes, que perderían incluso consultando obviedades.
Desde ya podemos decir que es difícil que el nuevo gobierno argentino gane consultas, incluso aquellas en las que ofrezca medidas demagógicas.
Uno de los problemas más graves de la democracia contemporánea es que los mandatarios deben gobernar sociedades lúdicas posmodernas, en las que todos creen que saben todo, y quieren opinar sobre todo. La mayoría tiene opiniones efímeras que cambian en semanas o meses. La gente siente que tiene todos los derechos y no quiere sacrificarse en nada. Quiere vivir intensamente el presente, sin que le importen demasiado las visiones globales de la política. Importan las utopías del metro cuadrado, ni siquiera conversan sobre proyectos políticos y económicos de mediano o largo plazo. Se desvaneció el sentido vertical de la autoridad, cualquiera que consulta Google siente que puede discutir economía con el ministro de Finanzas. Estas actitudes están en la gente, las investigaciones y estudios acerca del comportamiento humanos lo confirman. No es un una lista de preferencias de cómo me gustaría que sea el mundo.
Capitalismo. Hace más de cien años que Max Weber analizó el comportamiento de los fundadores del capitalismo. Estaban entusiasmados porque había aparecido una nueva sociedad, en la que, para ser rico no era ser necesario ser noble o clérigo ni contar con la gracia de Dios. Cualquier persona podía trabajar, ahorrar, acumular riqueza.
Gobernar en la Argentina anómica
Con esa premisa se fundaron países como Estados Unidos, admirados por Marx y otros pensadores revolucionarios, en los que cualquiera podía prosperar, poseer medios de producción y dejárselos a otros como herencia. Para llegar al poder no se necesitaban los millones de dólares en joyas y carruajes, como los que gastó en estos días Inglaterra, para coronar al heredero de una dinastía. Había que ganar elecciones, lograr el apoyo de la mayoría de ciudadanos de países fundados por voluntad de “we the people” y no por la orden de seres extra terrestres. Estos valores, surgidos a fines del siglo XVIII, se mantuvieron vigentes durante las Primeras Revoluciones Industriales, que enriquecieron e iluminaron la Tierra.
La Tercera Revolución Industrial cambió radicalmente a los seres humanos. Todos se comunican entre sí, quieren opinar. Se rebelan si les imponen algo que sienten que afecta a sus intereses, y pueden derribar gobiernos incluso en países con instituciones sólidas. Ni qué pensar de lo que pueden hacer en un país como el nuestro, en el que solo un presidente no peronista ha terminado su período en un siglo.
Cualquier proyecto impuesto por una minoría solo nos llevará a un enfrentamiento global, a una guerra civil. Si pensamos con seriedad en solucionar los enormes problemas del país, estamos obligados a encontrar vías para que los dirigentes puedan dialogar. El tema es espinoso. La violencia cultivada por el kirchnerismo durante veinte años ha dejado heridas difíciles de cicatrizar.
Pero más importante es lo que pasa con la gente. En la sociedad de internet los líderes no son dioses. El poder está en las personas comunes que se organizan a través de las redes, se movilizan, quieren imponer sus puntos de vista.
El cambio que se requiere es integral, pero no solo es económico, abarca otras facetas de la vida del país. Al mismo tiempo que se prepara un plan para enfrentar el desastre económico, es indispensable elaborar una estrategia política y de comunicación que permita que la gente se integre al cambio.
No es un tema de machismo. Sánchez de Losada tal vez fue valiente, pero ayudó al triunfo de Evo Morales. No era lo que quería.
*Profesor de la GWU. Miembro del Club Político Argentino.