Durante sus investigaciones acerca de las consecuencias que las lesiones en la corteza cerebral producen en los procesos psíquicos, el neurólogo y psiquiatra checo Gabriel Anton (1858-1933) dio con lo que se conoce como “ceguera de Anton”. Se trata de una afección que es poco común, y se deriva de un trauma que lastima la corteza. Quienes la padecen quedan ciegos como consecuencia de la lesión, pero no toman conciencia de esta nueva condición y están convencidos de que ven. No importa que se los enfrente con estímulos visuales y no los registren. No importa que tropiecen con unos objetos o choquen con otros y con puertas y muros. Las personas afectadas siguen insistiendo en que ven. Al estar privados de la valiosa e imprescindible información proporcionada por la vista acerca del mundo que nos rodea y en el que interactuamos, quienes padecen el síndrome comienzan a actuar de manera disfuncional. El desorden cognitivo atraviesa sus conductas en todos los ámbitos. Pueden asegurar que son capaces de leer y escribir, cuando no es así, pueden provocar accidentes o autolesionarse, pueden crear conflictos o generar penosas discusiones por insistir en que lo que no es, es. Por lo general la anomalía comienza a ser detectada y puede ser diagnosticada a partir de los argumentos absurdos que estas personas esgrimen para explicar los golpes, moretones y relatos delirantes que se hacen habituales en ellas. Se ubica a la ceguera de Anton en la categoría de anosognosia, palabra de origen griego que significa “desconocimiento de la enfermedad”, término introducido en la medicina por otro neurólogo, el francés Joseph Babinski (1857-1932).
Ante las excusas, relatos, discursos y peleas que tienen como protagonistas a gobernantes y funcionarios argentinos (desde el Presidente, sus ministros, su vocera, su vicepresidenta y mandante directa, hasta opositores internos, adláteres, etcétera) podría pensarse que tanto la ceguera de Anton en sí misma, como la anosognosia en general, son males no solo somáticos y psíquicos sino también políticos. El economista, ensayista y académico inglés Raj Patel señala en su libro Cuando nada vale nada los peligrosos síntomas de ceguera de Anton y anosognosia que se manifiestan en la extendida creencia de que la economía debe estar por sobre la política como orientadora del bienestar de una sociedad y de que las leyes de los mercados son únicas, magnas e inmodificables. “No propongo un mundo sin mercados”, dice Patel, “en tanto estos sean lugares en donde la gente se reúne para intercambiar bienes. Esto es común a todas las civilizaciones, pero en los mercados actuales el intercambio no se rige sino por la búsqueda de ganancia”.
Acaba de auto eyectarse un ministro de Economía que, a la luz de su gestión, padecía de una acusada ceguera respecto del estado de la economía real (esa que despectivamente suele llamarse microeconomía) y fue remplazado por una sucesora que promete futuros improbables con igual dosis de agnosognosia. El Presidente tropieza día a día con lo obvio, asegura ver lo que nadie observa (incluso llega a preguntarse “¿Puede ser que yo sea el único que lo vea?”). La vicepresidenta se atribuye logros y conocimientos (de economía, de geopolítica y hasta de física) que solo una legión de seguidores afectados por la ceguera de Anton pueden celebrar, mientras ella misma, acaso afectada de esta ceguera, no ve cómo sus conductas ponen a una sociedad entera al borde del abismo. En una descripción del síndrome antoniano el psicólogo catalán Oscar Castillero Mimenza escribe: “La persona que sufre esta condición no está disimulando ni fingiendo, sino que realmente es incapaz de detectar que no puede ver y actúa como si poseyera la capacidad de percibir el entorno a través de sus ojos” (https://psicologiaymente.com/clinica/sindrome-de-anton). Si fuese así, esto sería lo más comprensivo que podría pensarse de quienes día a día llevan la nave argentina hacia el iceberg fatal. Pero abundan indicios para sospechar que las razones son otras y que no los dejan moralmente bien parados.
*Escritor y periodista.