Se acerca el verano, las inalcanzables vacaciones; el cansancio nos arrebata gestos, iniciativas. A alguien se le ocurre una inesperada forma de festejo, y los demás lo acallan por oneroso o desmedido entusiasmo; la inequidad subleva, entristece, cada vez menos para muchos más; el calor prepara sus oleadas, como si el planeta se vengara de los malos tratos; se multiplican las obras en construcción mientras los desalojos están en puerta, puertas que se cierran de destinos finitos… Finalizar el año parece imposible, y sin embargo, todavía hay esperanzas de ganar.
Desde el miércoles la sonrisa invadió los rostros, la gente se saluda ilusionada, el fantástico juego de la Selección enorgullece al sentimiento nacional, de juego bien jugado, el placer del comentario, Julián Álvarez en boca de todos, el anhelado gol de Messi, la pulcritud de los polacos, etcétera.
La alegría momentánea convive con la vergüenza del horror (miles de muertos en la construcción de los estadios, actitudes homofóbicas y machistas), paradojal fuerza del triunfo que vuelve olvidable la vida. Ganar es seguir creyendo, perder es darse cuenta.
Al mismo tiempo, los cielos cada vez más bellos, los árboles de la ciudad esplendorosos, el perfume de los tilos que hace tambalear a los ciclistas (a mí, al menos), la Santa Rita encandila, las hortensias se abultan; llegan las frutas del verano, calan sandías, melones, hay higos, damascos, cerezas. La calle está perfumada, colorida. Y paradojalmente, el desasosiego se propaga, las dificultades de llegar a fin de mes son enormes, la noche habilita la rapiña, la convivencia se tensiona (Gran Hermano acompaña, como un reflejo empobrecido, cotidiano, a través de las sucesivas crisis de los personajes comandadas por el rating, quebrados de ambición).
No es fácil ingresar en diciembre, todo confluye hacia el embudo inevitable de fin de año, reuniones familiares, felicidad, angustia, corridas, balances, proyecciones, viajes, limitaciones, y el Covid que se reaviva. Pero el afán de fiesta es inherente al ser humano. “Deberíamos considerar perdidos los días en que no hemos bailado al menos una vez”, escribió Nietzsche. El vuelo de una abeja puede desviar la mirada de un basural, la voz de un niño, del mundanal ruido.
Paradojalmente, lo peor siempre es una posibilidad.
Y quizá por eso me alegra tener entre mis manos un libro que esperaba, recién editado, Siete ensayos sobre la peste, de Carlos Gamerro. Como dice en el epílogo: “Uno de los propósitos de estos ensayos sobre la peste es entendernos mejor: la vivencia de las epidemias y las pandemias acompañó a la humanidad desde siempre; conocer su expresión en la literatura y las artes sirve para tener una imagen más acabada de nosotros mismos”.
Es lo que buscaba, más que una explicación, una metáfora que renueve la euforia. Porque la aparente realidad del Mundial se acaba pronto.