La época de crisis es la usualmente utilizada para derribar resistencias y forzar cambios, que en situaciones “normales”, hubiera sido imposible realizarlas. En la historia reciente argentina, luego de la hiperinflación de 1989-1991 se terminaron de diluir los escollos para un cambio de régimen en el sistema económico que venía agonizando desde 1975. Nuevamente, en 2002, la salida acordada por los dos partidos que cogobernaron dicha transición, también empujó lo que en las urnas había sido descartado en 1999: la Alianza había ganado las elecciones prometiendo no salir de la convertibilidad, mientras que Eduardo Duhalde ofrecía lo que luego hizo, con megadevaluación y ruptura de contratos incluidas.
El turno electoral de recambio presidencial de este año no será la excepción: si hay algo en que coinciden todos los anotados para la carrera electoral es que nadie se proclama padre de la criatura. El fruto del programa económico no tiene referentes. Alberto Fernández ya abrió el paraguas y la responsabilidad es de la herencia recibida (cuando no), de la pandemia, de la guerra en Ucrania y más recientemente, de las turbulencias internacionales, como tasas de interés más altas. Su primer ministro de Economía Martín Guzmán avisó que la interna se devoró sus buenas intenciones y el actual, Sergio Massa, que agarró una papa tan caliente que mucho más que llegar a salvo a la otra orilla, no se le puede pedir.
Alberto Fernández ya abrió el paraguas y echa la responsabilidad a la herencia recibida como la pandemia y la guerra
A su manera, todos se despegan del presente e incluso encuentran puntos en común, una rareza en el escenario político argentino: la inflación dejó de ser un mal menor para estar en la mira como el enemigo a batir; la economía tiene que generar dólares para poder aspirar a encontrar el camino del crecimiento y un plan integral de estabilización ya no es una utopía, sino una necesidad urgente para poder unir la sustentabilidad, la equidad y abrir posibilidades de reactivación en el mediano plazo.
Quizás allí se acaban las coincidencias, aunque ya son muchas para el páramo habitual en estas circunstancias. Las diferencias, en cambio, en lo inmediato radican en el rol frente al FMI y los acreedores internos (la bola de nieve de las Leliqs), la forma de bajar el déficit fiscal y de desarmar el rompecabezas cambiario. Siguiendo con otras definiciones, pero con impacto más tardío, una reforma tributaria, el replanteo del sistema previsional, la revisión de la coparticipación federal y las relaciones económicas con las provincias.
Por supuesto, queda flotando en todas estas decisiones, la adopción de un sistema monetario que va más allá del dilema binario dolarización sí-no. En todo caso, hasta los apóstoles de cambiar radicalmente el signo monetario reconocen que antes se deben cumplir ciertos requisitos para hacerla viable. A medida que la inflación sube de nivel y se acerca peligrosamente a la hiperinflación, la dolarización congrega más adeptos, casi como un abrazo a un salvavidas antes que a una alternativa con análisis riguroso. Lo curioso del caso es que los grupos y candidatos que reniegan de abandonar el peso tampoco dan pistas de cómo revitalizarlo. Hasta el presente, hay una correlación cierta entre el agujero fiscal y su financiación mediante la emisión monetaria. No en vano en los últimos 50 años han sido tan pocos los períodos con una cuenta fiscal equilibrada como los de baja inflación. Y en el caso de elegir financiar el rojo de la Tesorería con deuda interna o externa, lo único que se hace es postergar dicho impacto en los precios. En este punto, no parece haber magia que valga.
A medida que avance el proceso electoral y se vayan descartando opciones, los candidatos mejor posicionados deberán ir dando más señales de su programa económico, porque, a diferencia con lo ocurrido en otras circunstancias, la radiografía ya es conocida y sólo quedará como incógnita la capacidad que un gobierno en salida tenga para ir pateando decisiones sobre la base de aumentar el endeudamiento privado externo (con proveedores y casas matrices) y público (con adelantos del Fondo Monetario y los sucesivos swaps de monedas con China o Brasil, para no gastar los dólares que no están en importaciones de ese origen).
Más que nunca, el “Plan Llegar” ya es política de Estado, porque todavía no hay beneficiarios de un eventual fracaso. La verdadera disputa comenzará el día después de saber que se alcanzará la meta de la supervivencia.