Raúl Alfonsín tuvo que “resignar” su cargo de presidente (el primero de la nueva era democrática inaugurada en 1983) en medio de una creciente inestabilidad económica y signada por tres hechos inapelables: la espiral inflacionaria, la dolarización de facto y el descontrol social cristalizado en saqueos en algunos puntos de barriadas suburbanas. Más tarde, haciendo un balance de su gestión, admitió que al frente de su gobierno “no pude, no supe o no quise” conducir a buen puerto la economía.
Acorralado por la primera hiperinflación “clásica”, no sólo entregó anticipadamente el mando a Carlos Menem, sino que sepultó la utopía de su frase de cabecera durante la campaña que lo llevó al poder: “con la democracia se come, se cura, se educa…”. Era, por lo visto, una condición necesaria, pero no suficiente y esa falta de encuadre en la fórmula de gobernabilidad le imprimió carácter a esta etapa democrática. Quizás sólo durante buena parte de la vigencia de la convertibilidad y casi toda la gestión de Néstor Kirchner asomó una conciliación entre los objetivos validados en las urnas y el bienestar sostenible. Pero pronto el cortoplacismo, las urgencias electorales, la mala praxis y las quintas de poder desbarataron el intento.
No es común para ningún país que durante tanto tiempo una altísima inflación haya sido su sello distintivo. En las últimos ocho décadas sólo en un quinto de los años terminó con un alza del IPC de un dígito y durante al menos en una cuarta parte, los precios subieron más del 100% anual. Siguiendo la confesión alfonsinista, cuesta distinguir que la consagración de la inflación como actor excluyente del panorama económico obedece a una falta de buenas artes en el diseño de la política económica (“no supe”), en su ejecución (“no pude”) o en alguna intencionalidad particular (“no quise”).
Cuando el Indec anunció las últimas dos cifras del IPC (de marzo y de abril), casualmente dos viernes en el medio del mes (14 de abril y 12 de mayo), el mercado reaccionó negativamente al lunes siguiente. En abril, cuando el IPC dio más alto que el más pesimista de las estimaciones de las consultoras privadas, la válvula de escape fue el dólar en sus versiones financieras. Y luego que el blue arañara los $ 500 y los memes ya auguraban el dólar “yaguareté” (por el billete que lo tiene como figura) Sergio Massa no dudó y echó mano a la intervención en los mercados de bonos dolarizados. Así se creó una nueva brecha: entre las cotizaciones derivada de la compraventa de títulos y la informal. Otra más.
En un largo e intenso año electoral, los resultados de la política económica se transforman en un lastre pesado para cualquier candidato oficialista. Las explicaciones del Presidente acerca de la inflación autoconstruida (como si no hubiera correlación con la emisión monetaria o el déficit fiscal y del BCRA que la encadena) o las consecuencias de la guerra en Ucrania (algo improbable de constatar) suenan más a excusas de mala praxis que de explicación adulta. Pero sobre todo cuesta entender cómo tantos gobiernos que proponen una mejor distribución del ingreso terminan condenando a la parte más vulnerable de la población a la precariedad y la pobreza estructural. Tampoco sacan partido la porción de trabajadores formales, que con suerte empatan contra la inflación.
Es probable que la respuesta a este interrogante tenga que ver con la renuencia de los que sucesivamente gobernaron a tomar decisiones contradictorias con sus declamaciones y desconectadas con las posibilidades reales. Así, las crisis que fagocitan con su vértigo tantas buenas y malas intenciones realizaron de manera salvaje lo que la política no supo, no pudo o no quiso. ¿Será 2023 un caso más de esta sucesión de fracasos o podrá mostrar la capacidad de reacción y resiliencia? Mientras la respuesta va apareciendo, el Indec resiste las presiones y publica lo que ya todos asumen como algo corriente.