En su revista Palabra Pública, la Universidad Nacional de Chile incluyó un interesante artículo de la periodista Paula Molina en el que incursiona en un tema que ha adquirido una dimensión tal que casi no hay países que no lo estén debatiendo: el de la tolerancia (o, tal vez más precisamente, el de la intolerancia y su manifestación más extrema, el odio).
Cuando Europa está cruzada por crecientes vientos de insatisfacción traducida en votos volcados a la derecha más ultra (el caso de Italia, el más reciente, es el más explosivo, pero no el único; Suecia lo sufre, Francia lo sufre, España lo sufre), en estas latitudes la intolerancia ha llegado a extremos tales como el atentado fallido contra la vicepresidenta Cristina Fernández y los insultos, descalificaciones, gritos destemplados que ensordecen la opinión pública.
Dice Molina en su artículo: “¿Es posible demandar y defender el derecho a la libertad de expresión y al mismo tiempo, restringir o ignorar la manifestación de ideas que promueven prejuicios de género, religiosos, raciales, ideológicos? ¿Es sensato expresar las ideas de grupos que, en última instancia, quisieran restringir para algunos la misma libertad de expresión –y otras libertades– que reclaman para sí mismos? El dilema no tiene respuesta, más bien nos exige tomar decisiones. Y en esas decisiones, a veces diarias, el periodismo está en la primera línea de fuego”.
En esta cuestión existe una frontera muy débil entre lo que es bueno para el común de la sociedad y lo que puede ser nocivo para ella. No es correcto impedir la difusión pública de las ideas, por el contrario: se tiende a instalar un criterio libérrimo, aunque muchas veces el límite entre lo que está bien y lo que no se torne difuso. Desde lo profundo, se tiende a imaginar un mundo con libertad plena de opinión, aunque ésta sea nociva por su contenido discriminatorio, xenófobo, insensible ante las demandas de las minorías, negador de derechos que –muchas veces con alto costo– fueron conquistando las sociedades.
El discurso único, los fundamentalismos políticos, económicos, religiosos, no son buenos amigos del ejercicio democrático. Hoy, tal parece que han puesto a funcionar en muchos lugares de este mundo en convulsión una suerte de máquina del tiempo que nos lleva a un pasado triste y hasta sangriento. El discurso de la electa primer ministro de Italia tiene demasiados puntos de coincidencia con quien fue su fuente de inspiración y modelo político, Benito Mussolini, creador del fascismo y socio de Adolf Hitler en la Segunda Guerra Mundial. Para ella parece no haber existido un debate intenso, pero fructífero para lograr derechos: es la intolerancia el espíritu que guía sus palabras y amenaza con inspirar sus acciones. La intolerancia genera miedo, y, como dice Molina en su artículo, “el miedo es audiencia segura. Las emociones fuertes –como las que articulan los heraldos del racismo o la xenofobia– llevan la promesa de la atención pública, uno de los bienes más escasos y preciados hoy en los medios de comunicación (y no solo en ellos). La polémica es tráfico digital y rating fácil y sus beneficios son mucho más claros, inmediatos y evidentes que sus costos en prestigio y reputación”.
¿Cuál es la conducta apropiada en el periodismo cuando aparecen personas o grupos que construyen su popularidad (o el intento de lograrla) sobre el miedo y la intolerancia? Evitar su aparición pública sin consecuente análisis, no caer en la fácil opción de las dos campanas en un pie de igualdad. El intolerante no necesita argumentos, le basta con la diatriba.