COLUMNISTAS
Defensor de los Lectores

Hablamos demasiado de odio pero poco y nada de mentira

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Camus: “El odio no puede tomar otra máscara, no puede privarse de esta arma (la mentira)”. | cedoc

La palabra odio, probablemente la más empleada por políticos y comunicadores en los últimos días, no es exclusiva de estos tiempos, convulsionados por el intento de asesinato contra Cristina Fernández de Kirchner y exacerbados por la disputa virulenta entre los extremos de ambos lados de la grieta. Viene de lejos, en la Argentina y en el mundo. Es que se trata de un sentimiento que parece propio de los hombres desde el pasado inmemorial: filósofos clásicos y contemporáneos, intelectuales y catedráticos han teorizado sobre el tema en busca de explicaciones para una conducta que se expresa en términos individuales y –lo más grave– colectivos.

En estas tierras no hay quien pueda decir que está fuera del territorio de esa palabra. Se lanza como granada dispuesta a explotar desde uno y desde otro borde de la grieta, siempre en sentido opuesto. No hay odiadores entre unos, para ellos, o entre otros, para aquellos. El que está enfrente es el odiador, el que está en la propia vereda es el odiado. Posiciones inconciliables, a resolver de manera drástica por la palabra o por la acción.

En mayo de 2021, este ombudsman se ocupó del tema citando un comunicado de la Defensoría del Público que conduce Myriam Lewin. Decía el documento: “Los discursos violentos atentan contra los principios de convivencia social que constituyen los fundamentos de la vida democrática. Las manifestaciones de odio a un oponente combinadas con llamamientos aberrantes que empujan a cometer acciones delictivas en nombre de dudosas convicciones son inadmisibles, en el marco de los contenidos que producen los medios masivos de comunicación”. Agregaba: “Queremos expresar nuestra preocupación ante reiterados mensajes en los medios de comunicación donde periodistas desean la muerte o la eliminación de un determinado colectivo político con el que no están de acuerdo y lo hacen en términos discriminatorios, clasistas y violentos”.

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Coincido con lo expresado por la Defensoría, aunque quiero sumar a su inquietud la mía, que es compartida con otros periodistas: las opiniones de uno y otro bando no determinan nuestras posturas o conductas. La violencia verbal y el odio no son privativos de militantes (periodistas, incluso) a uno y otro lado de las trincheras políticas.

En la Navidad de 1951, un periodista del diario regional francés Le Progrès de Lyon entrevistó a Marcel Camus. Fue un extenso reportaje reproducido años más tarde como “Las servidumbres del odio”. Decía el autor de El extranjero: “El odio es en sí mismo una mentira. Se calla instintivamente con relación a toda una parte del hombre. Niega lo que ‘en cualquier hombre’ merece compasión. Miente, pues, esencialmente, sobre el orden de las cosas. La mentira es más sutil. Sucede incluso que se miente sin odio, por simple amor a uno mismo. Todo hombre que odia, por el contrario, se detesta a sí mismo, en cierto modo. No hay, pues, un lazo lógico entre la mentira y el odio, pero existe una filiación casi biológica entre el odio y la mentira”. Y señalaba luego: “El odio no puede tomar otra máscara (la mentira), no puede privarse de esta arma. No se puede odiar sin mentir. E inversamente, no se puede decir la verdad sin sustituir el odio por la compasión. De diez periódicos, en el mundo actual, nueve mienten más o menos (que no tiene nada que ver con la neutralidad). Es que en grados diferentes son portavoces del odio y de la ceguera. Cuanto mejor odian, más mienten. La prensa mundial, con algunas excepciones, no conoce hoy otra jerarquía. A falta de otra cosa, mi simpatía va hacia esos, escasos, que mienten menos porque odian mal”.

A veces es necesario volver a los buenos, grandes pensadores, para revisar qué hacemos ante esta exacerbación de lo peor del humano.