Hace unos días me crucé con Edgardo Cozarinsky. Le dije que me había gustado mucho Dark, su último libro, y me contestó que su último libro se llama Niño enterrado y es una colección de pequeños ensayos, mientras que Dark es una novela. Es que Cozarinsky no para: si no es un libro es una película, pero también hay obras de teatro, artículos periodísticos, óperas y no sé si también se presenta en público bailando tangos.
Pero volvamos a los libros. Todo lo que escribe Cozarinsky es amable y certero, además de ser el testimonio de una vida única, que es la suya. La de alguien que hacia los 60 años se aburrió de ser quien era, un argentino que vivía en París y luchaba por conservar un lugar entre luces que no resultaron tan brillantes. Así volvió a Buenos Aires, donde fue mucho mejor recibido de lo que pensaba y donde empezó a producir con regocijo y sin inhibiciones pero con otra expectativa. El Cozarinsky parisino no era un desconocido. Vudú urbano, su primer libro (1985), tiene prólogo de Susan Sontag y de Cabrera Infante. Dennis Hopper actúa en su primera película francesa y su primer documental, La guerra de un solo hombre, sobre los diarios de Jünger, tiene un gran prestigio. Aunque atrás, en Buenos Aires, había dejado Puntos suspensivos (1971), una película casi secreta de cuya virulencia ideológica el propio Cozarinsky se asustó en su momento y que la cultura argentina todavía no ha digerido.
A su vuelta al país, primero tímidamente, como quien pisa territorio enemigo, luego con mayor asiduidad y finalmente con un orgullo definitivo, Cozarinsky se transformó en un príncipe de la escena local. Su don de gentes y su solidez intelectual le han permitido (algo raro en estos días) hacerse querer y respetar por muchos que no comparten sus ideas ni miran con simpatía ese dandismo artístico que lo ha llevado a lugares desusados. Dark, por ejemplo, es la historia de la amistad entre Víctor, un adolescente que tiene mucho del autor, con Andrés, un personaje oscurísimo que le sirve de Cicerone por los mundos secretos de Buenos Aires en los años 50. Antiguo torturador peronista, golpeador de homosexuales, Andrés es un personaje que no pasaría del repudio sin matices en cualquier novela nacional. Pero Cozarinsky se planta en un lugar muy propio, emparentado con el de Rainer Fassbinder, cuya obra es un homenaje a los vencidos, incluyendo a los que han pecado ideológicamente. Una frase de Novalis, que encuentro en otra novela suya, explica un poco la idea: “La novela surge de los huecos y grietas de la Historia”. En todo lo que escribe o filma, Cozarinsky explora zonas personales o colectivas que han quedado en la oscuridad. Mientras se interna en las grietas de la memoria, Cozarinsky se deleita en exponer sus puntos de vista y rara vez se equivoca en una opinión. Ya sea cuando insiste en que de los escritores llamados Roth, el bueno es Joseph mientras que Philip es un charlatán, o en asuntos más delicados, como su sospecha de que el Estado de Israel fue un error colosal o que las organizaciones armadas de los 70 fueron una cuna de traiciones, mentiras y actos oportunistas que seguimos padeciendo. No sé si Sontag prologaría los libros actuales de Cozarinsky, pero tal vez por eso son más necesarios.