Hay gente que piensa que la Tierra es plana. Se autodenominan “terraplanistas” y tienen una asociación internacional desde la década del 50, la Flat Earth Society.
Ayer se prestaban a hacer un evento en Colón con apoyo del municipio bonaerense, que le cedió un predio junto con la aclaración de su secretario de Turismo: “Lo primero que tengo para decir es que la Tierra es redonda”.
Netflix acaba de actualizar el tema con un documental en el que los terraplanistas defienden sus teorías frente a toda refutación científica. Están convencidos de que los viajes a la Luna son un invento de la NASA, desmienten a Newton y preparan un crucero que demostrará finalmente que la Tierra termina en un colosal muro que nos separa del abismo.
No hay prueba que afecte sus creencias ni los haga cambiar de idea.
Parecen locos, pero no lo son. Son personas que dedican su vida a buscar elementos que justifiquen su fe, a refutar cualquier prueba que pretenda horadarla y a defenestrar a quienes lo intentan.
Algo parecido a lo que pasa en la política argentina.
Mitos verdaderos. Los mitos no son cuentos. Los cuentos se presentan como ficciones, en cambio los mitos se presentan como historias verdaderas. En algún punto lo son, en tanto lo son para quienes lo creen. Son verdades a prueba de refutación, como los mitos griegos de dioses, sirenas y caballos alados.
El país está atravesado por infinidad de mitos, pero en política conviven dos relatos, enfrentados e inexpugnables, que tiñen cualquier intento de razonar con ellos.
Uno es el mito de que todos los kirchneristas son corruptos, empezando por Cristina, y que los testimonios y documentos que tiene la Justicia son demostración de ello.
Otro muestra una conspiración nacional e internacional para que ella, su familia y sus dirigentes vayan presos y así impedir su regreso al gobierno.
Todo está impregnado de ese duelo. Cualquier debate sobre la realidad debe pasar por el filtro que identifique el mito de origen de cada uno. Y los argumentos que no encajen en los respectivos preconceptos son tratados como una amenaza.
La misma denuncia por extorsión sobre Marcelo D’Alessio que es usada por unos para señalar que Stornelli es un corrupto que quiere meter presa a Cristina les sirve a otros para mostrar de lo que ella es capaz para salvarse a costa del honor de un fiscal probo.
Los K y anti K son como los terraplanistas: no hay pruebas que mellen sus creencias.
El papelón de la inauguración de sesiones en el Congreso le sirvió a cada sector para reforzar creencias. Los aplausos y silbidos a Macri al pronunciar las mismas palabras no reflejaron solo un debate ideológico, sino también la pelea final entre el bien y el mal. Y Macri es ambas cosas, según cada mito.
Quienes lo defienden usan el odio a Cristina para ratificar su lugar en el mundo. No admiten la posibilidad de que al menos algunas de las tantas causas contra ella (traición a la Patria por el memorando con Irán o dólar futuro) sean más un debate político que judicial. Ni que haya ex funcionarios honestos que salieron del gobierno con el mismo dinero que al entrar.
Contrarios irreconciliables. Consideran que los kirchneristas llegaron para robar y durante 12 años todas sus políticas públicas tuvieron ese fin.
Se podría decir que los seis años de crecimiento del PBI al 8% serían una consecuencia no buscada. Y que los funcionarios que no participaron de esa fiesta fueron excepciones que confirman el mito: los Lavagna, como ejemplos de quienes “ya estaban hechos” al ser nombrados; los Guillermo Moreno, que presentan patologías aún más peligrosas; o los Kicillof, símbolos de un ideologismo extremo.
Entre las características de los mitos que describe Lévi-Strauss, una es que se construyen con contrarios irreconciliables, como dioses vs. hombres o vida vs. muerte. Lo mismo sucede con el bien vs. el mal, una dicotomía que da origen a los llamados mitos morales.
Quienes asumen el mito anti K se ubican a sí mismos del lado del bien. Y cuando se está del lado del bien, solo queda ser impiadosos con el mal.
Mitómanos. Lo cierto es que enfrente también construyeron su propio mito, el de la heroicidad de líderes como Cristina, que sacrificaron la vida por su pueblo. Los K creen del mismo modo en el mito moralista del bien y del mal, pero se ubican ellos en el primer lado.
El odio es una consecuencia natural de esta guerra mitológica, pues el mal no merece otro sentimiento. El punto es que se trata de un odio cruzado: ambos creen que el mal es el otro.
Ese es el origen de los odiadores de las redes sociales. Son soldados del bien para desenmascarar al mal, sin alcanzar a entender que ellos también son el mal para el otro.
Quienes asumieron el mito de la infalibilidad kirchnerista entienden que los cuadernos del chofer Centeno son meras fotocopias sin valor probatorio; las decenas de arrepentidos que aceptan haber sido parte del circuito de las coimas son testigos que dicen lo que deben decir para no ir presos; y los bolsos de López, Jaime o Lázaro Báez son casos aislados que no representan a aquel gobierno.
Las últimas encuestas que encargó el oficialismo en la provincia de Buenos Aires comparan sus resultados con los que obtuvo el kirchnerismo en los comicios de 2015 y 2017, municipio por municipio. La conclusión es que, en aquellos en los cuales Cristina desciende, lo hace por apenas un par de puntos (también en los que crece, lo hace por poco).
El papelón en el Congreso es reflejo de dos mitos que se construyen en la destrucción del otro
Medios como este diario y la revista Noticias desde la asunción de Néstor Kirchner, o muchos otros más tarde, se cansaron de mostrar ejemplos cotidianos de corrupción estructural. Pero hay un porcentaje de la población a la cual eso no le hace mella. Si algún día se mostrara un video en el que la misma Cristina apareciera con la mano en la lata, entenderían que en realidad es una donación que está dejando.
Los que atacan este mito son llamados herederos de la dictadura, derecha reaccionaria, los troskos de siempre, idiotas útiles. Son el mal al que hay que combatir.
En cierto sentido, unos y otros parecen mitómanos, capaces de defender el mito con todas las mentiras que sean necesarias.
Show suicida. Algunos especialistas, como Rollo May (La necesidad del mito, Paidós), reivindican la existencia de estos relatos porque los consideran esenciales para la salud psicológica de la población y le dan significado a su vida.
El problema es cuando dentro de una sociedad no hay un mito que logre imponerse claramente sobre el otro ni uno superador que aparezca en su reemplazo. El problema es no aceptar que la vida es más compleja que las descripciones simplistas de la mitología.
Cristina y Macri son representaciones políticas de alianzas sociales que no son buenas o malas, sino que defienden sus propios intereses. Sus gobiernos están llenos de claroscuros que reflejan ese conflicto, incluso llevando adelante medidas que podrían ir en contra de la conveniencia de sus mismos votantes.
La corrupción política no es el dilema de fondo que separa a esos sectores. Pero es la forma mediática más sencilla de representar ese choque. Eliminarla generaría una mejora institucional sustancial, además de un ahorro que el Estado podría destinar a otros fines.
Lo que no eliminaría de por sí es el desafío pendiente de construir una economía que beneficie a la mayor cantidad de sectores posibles.
Por eso, no se trata de odiar ni de imaginar relatos en los que el bien vence al mal. Sino de entender la diferencia entre mito y realidad, y de aceptar que hay intereses en pugna en toda relación social.
No necesitamos construir relatos para justificar que nuestro interés es mejor que el del otro.
Solo se trata de objetivizar los problemas para intentar resolverlos.
El resto es este show suicida que nos mantiene entretenidos en la cubierta del Titanic.