Contra las predicciones más pesimistas, los días de esta semana poselectoral fueron extrañamente tranquilos. El viernes, el dólar cerró en 63,63 en Banco Nación, lo cual no indica que haya dejado de ser la moneda de referencia, pero demuestra la eficacia que tuvo el cepo interpuesto por el gobierno saliente y la expectativa que inspira el próximo, pese a que, antes de las elecciones, abundaron las alertas de pánico.
¿Habremos alcanzado cierto grado de normalidad que pocos preveían? En los países que llamamos “normales”, los riesgos que se corren son menores en relación con la magnitud y trascendencia de los actos. Por ejemplo, comprar o vender, endeudarse, viajar, invertir, etc. Esas acciones no encierran invariablemente la amenaza de ser más perjudiciales que sus beneficios. La normalidad implica que una parte importante de la vida transcurre bajo ciertas condiciones previsibles y controlables.
Los habitantes de países “normales” saben que pueden planificar con mínimas garantías de certidumbre. Y se “aburren”, si se compara con la excitación de montaña rusa en la que viajamos. La monotonía de la repetición cotidiana puede ser insoportable (el cine hizo de esto un tema). Pero lo imprevisto también puede serlo cuando no surge de una circunstancia extraordinaria sino de una condición más o menos reiterada. Con crisis cada siete u ocho años, los argentinos somos baqueanos del cambio súbito y administradores de una normalidad que nunca es normal porque no ha tenido mediano plazo.
Alarma. No es una rareza, entonces, que los alarmistas pensaran que todo saltaba por los aires después de la victoria de Alberto Fernández en las PASO, aunque se hubiera llegado a esas elecciones en un proceso político bastante parecido a la normalidad: un gobierno que se retiraba y un nuevo gobierno golpeaba las puertas. Sin embargo, algunos rasgos de ese proceso encendieron las alarmas y los oscuros vaticinios.
Después de las PASO, cuando no todo saltó por los aires, esas predicciones y temores se desplazaron a la primera vuelta electoral. Se recalentaron las computadoras de las redacciones y las cámaras de los medios de noticias para analizar las posibilidades luctuosas, y se asaltaba a los previsibles protagonistas, cuando salían de sus reuniones o de sus casas, con preguntas que acechaban una reveladora declaración impensada.
Mientras tanto, Alberto Fernández seguía un diseño de campaña que no se preocupaba en presentarlo distinto de lo que es: cercano a CFK, inteligente, fácilmente irritable. Y demasiado cortante, porque sus respuestas no siempre respetaron la conveniencia de tratar al periodismo como si fuera una nobleza republicana. Ni tomaron en consideración que, a los movileros, después de esperar horas en la vereda, les falta descanso y, muchas veces, preparación política, ya que los cronistas suelen quedarse en las redacciones o los estudios.
A Fernández no se le perdonaron esas salidas irritadas o sarcásticas, probablemente para atenuar el desencanto producido por el hecho de que CFK no se mostrara como patrona de la campaña del Frente de Todos. Se esperaba un festival de “cristinadas”, y la señora, ataviada con los colores de la Virgen de Luján, insistía en seguir presentando su libro de memorias o como, sinceramente, quiera llamárselo.
Ultimo capítulo. Algo no se tomó en cuenta. Tanto para Alberto Fernández como para CFK esta era la última vuelta política. Si les iba bien, quedaban en primer plano. Si les iba mal, se lo iban a cobrar todos, comenzando por los compañeros del PJ. No estaban “de retirada”, pero, por razones de edad y de su historia, entendieron que este era el último capítulo.
Alberto Fernández dejó de hablar como un candidato victorioso y comenzó a hablar como un presidente electo.
Un último capítulo no debe ser confundido con la prolongación de una retirada. Quien protagoniza el último capítulo siente que todas las oportunidades de la vida política todavía están abiertas, con un solo detalle: esa apertura es la última. Sobre todo, si se fracasa. Pondré ejemplos conocidos: De la Rúa protagonizó una retirada de la que le sería imposible volver. Alfonsín volvió varias veces y escribió diferentes partes de su último capítulo: el pacto de Olivos con Menem, la constituyente del 94 son los más conocidos y los que tuvieron más trascendencia. El ejemplo opuesto es el de Perón: cuando volvió en 1973, se trataba de un regreso y de una retirada. Pese a su habilidad y a su carisma, no pudo escribir ni las primeras páginas de un último capítulo que otros estamparon (montoneros, jp, triple A, complétese la lista hasta llegar al golpe de 1976).
En la retirada, un dirigente ya casi no tiene ni los instrumentos con que ejerció su poder ni la voluntad alineada de todos sus seguidores, que huelen que el reparto se aproxima. En el último capítulo, en cambio, conserva su poder y las cualidades que lo llevaron hasta allí.
Carisma y competencia. Algunos individuos son carismáticos y otros no lo son. Esta es una verdad tan evidente, que parece innecesario recordarla. Pero no parece innecesario recordar que el carisma está sostenido por una creencia sostenida en actos del pasado, en nuevas cualidades que se le descubren a un sujeto o en la fe en sus promesas. Tal creencia necesita estar sostenida por la confianza.
Cuando, a mediados de mayo, Alberto Fernández anuncia su candidatura con CFK como vice, la sorpresa de su compañera de fórmula tuvo que ver no solo con la diferencia de trayectorias y peso político, sino con el carisma. Incluso quienes más han criticado a Cristina se lo reconocen (como los más críticos de Carrió se lo han reconocido). Es un privilegio del carisma este reconocimiento que no necesita ser explicado permanentemente. Nadie, en ese mismo mes de mayo, le reconocía ese don a Alberto Fernández.
El carisma da derechos. Tal cosa sucede con CFK. Esta semana nos enteramos por rumores de palacio que Alberto Fernández se inclinaba por nombrar a Martín Redrado en el área económica; que CFK lo llamó por teléfono (¿desde Cuba, donde se fue de visita familiar, lo va a seguir así, tan meticulosamente?) y le sugirió alguien del grupo de Lavagna. La noticia es doble. Por un lado, no les parece mala a quienes piensan que Lavagna es capaz de sacar a la Argentina, una vez más, como en 2002, de su crisis. Por el otro, asusta a quienes ven en la noticia el control y la supervisión de CFK sobre Alberto Fernández. Es decir que el contenido del rumor tranquiliza a muchos (porque acercaría a Lavagna al futuro gobierno) y pone nerviosos a otros tantos porque estaría revelando un futuro poder compartido entre presidente y vice. Y donde se comparte, se compite.
Es urgente que Fernández explique su idea de pacto social y diseñe su plan contra el hambre
Elenco y titulares. El presidente electo completó el elenco de amigos y aliados que había quedado volcado hacia el cristinismo la noche en que se festejó la victoria del Frente de Todos en Buenos Aires. Esa noche Kicillof hizo el discurso más largo, como si a los gritos quisiera imponer su figura y la de CFK ante el presidente electo. Estaba desbordado por la ambición de cumplir una misión imposible. Si alguien puede cumplirla, para desgracia de todos, es CFK, y Kicillof es demasiado poco para consolidar a su madrina política, justamente en el momento en que, siendo gobernador, dependerá del presidente para los recursos que necesita la Provincia. Hizo un demasiado extenso ejercicio de puro estilo kirchnerista, sobre un escenario donde el único equilibrio estaba en Massa. Fernández debió rápidamente tener otra foto en otro escenario poblado con otros personajes y se fue a Tucumán.
Esa fue la foto del jueves con gobernadores, intendentes y sindicalistas. Se la sacó en el balcón al que salió Manzur saludando por su reelección como gobernador. Y esa foto tucumana equilibró el sectarismo del primer escenario la noche de la victoria. Si Alberto Fernández quiere cumplir con su idea de un “pacto social”, necesita esa segunda foto más que la primera. Y también necesita abandonar el discurso de candidato victorioso y empezar a hablar de su trabajo como presidente electo.
Como si hubiera percibido esta ansiedad, el pasado jueves y viernes, Alberto Fernández dejó de hablar como un candidato victorioso y comenzó a hablar como un presidente electo. Anunció que enviará al Congreso una ley que siente las condiciones de la inversión en Vaca Muerta. De aquí al 10 de diciembre se necesitan otros anuncios que diseñen el horizonte futuro. Es urgente que explique su idea de un pacto o acuerdo social, le dé contenido a la consigna y diseñe, con los buenos expertos que hay en su equipo, el plan con que se recibirá la peor herencia que dejó el macrismo: el hambre.
La cuestión no son los títulos de lo que se intentará, sino los contenidos. Ya se lo están haciendo saber las movilizaciones, que volvieron a la avenida 9 de Julio, para demostrar que los grupos de izquierda y algunas organizaciones sociales dejaron la calle solo por algunos días.