Una de las aristas más sorpresivas de la reciente gira del presidente estadounidense Barack Obama a Latinoamérica fue la forma en que los gobiernos y parte de la sociedad civil de Cuba y Argentina dividieron su atención entre temas del pasado y cuestiones del futuro. Mientras oficialismo y oposición en Cuba privilegiaron el debate sobre el futuro de las relaciones bilaterales, un sector importante de la sociedad argentina parecía más interesado en discutir el involucramiento de Washington en el golpe de 1976 que en la oportunidad para fortalecer sus relaciones bilaterales.
Al ser el primer mandatario estadounidense en visitar Cuba después de la revolución de 1959, ésta fue la gira más importante que ha realizado Obama a América Latina. La decisión de incluir también a Argentina en la gira se explica por el cambio de gobierno que recientemente se produjo en el país. Si bien el paso por Argentina generó menos interés –y tendrá menos consecuencias de largo plazo que la visita a Cuba–, el hecho de que Obama haya decidido dar un espaldarazo al cambio de giro en política económica y política exterior que ha dado el gobierno de Mauricio Macri es consistente con la estrategia de poder blando de incentivar los cambios graduales que fortalecen el modelo capitalista de libre comercio.
Al viajar a Cuba, Obama buscaba confirmar su decisión de enterrar los 57 años de hostilidades con el régimen cubano. La nueva estrategia consiste en promover la cooperación, el comercio y el turismo de modo de influir por esas vías para facilitar una transición a la democracia y la adopción de un modelo capitalista de mercado. Es innegable que las décadas de hostilidades entre ambos países –que incluyeron la crisis de los misiles de 1962, uno de los momentos más tensos de toda la Guerra Fría– han dejado heridas profundas, alimentado cientos de disputas legales y han generado una serie de conflictos cuya resolución tardará años. Pero precisamente porque hay mucho que ganar, los gobiernos de Obama y Raúl Castro optaron por centrar el foco de la gira en cuestiones de futuro. Las oportunidades que abre la normalización de relaciones han permitido poner en el congelador muchos de los conflictivos temas pendientes. La razonable esperanza de ambos gobiernos es que la gran mayoría de los afectados por los conflictos no resueltos preferirán aprovechar las nuevas oportunidades para avanzar sus causas y recuperar sus dineros que seguir en la espera de reparaciones por cuestiones pendientes por más de cinco décadas.
Como Cuba y Washington estuvieron dispuestos a poner de lado sus diferencias para construir puentes, parecía obvio que la conversación sobre el futuro se impondría también en la visita de Obama a Argentina. Después de todo, aunque Washington y Buenos Aires han tenido diferencias importantes en los últimos cincuenta años, las relaciones siempre han sido más cordiales que las que hubo entre Washington y La Habana. Incluso cuando Estados Unidos apoyó el golpe militar de 1976 en Argentina, las voces críticas hacia la postura estadounidense hacia América Latina permitieron mantener abiertos los canales de comunicación con las fuerzas pro democracia de Argentina. Además, como un porcentaje no trivial de argentinos también apoyó a la dictadura militar, el espaldarazo de Washington al quiebre de la democracia no fue uniformemente rechazado en Argentina. Finalmente, por más involucramiento que tuvo Washington para evitar el avance del comunismo en América Latina, las democracias que entonces funcionaban bien en la región –como Costa Rica y Venezuela– lograron evitar el quiebre de la democracia.
Por cierto, el hecho de que Obama haya nacido en 1961 –dos años después de la Revolución Cubana–, y que por lo tanto apenas tenía 15 años cuando se produjo el golpe militar en Argentina, debería ser suficiente para poder deslindar al actual presidente estadounidense de las decisiones de política exterior tomadas por los que entonces gobernaban en su país. De la misma forma que no resultaría muy útil responsabilizar al gobierno argentino actual por las decisiones en política exterior que tomaron los gobiernos de Raúl Alfonsín o Carlos Menem, tiene poco sentido apuntar a Obama por el involucramiento de Washington en el quiebre de la democracia en Argentina.
Ahora bien, ya que la visita de Obama coincidió con el cuadragésimo aniversario del golpe de Estado de 1976, es comprensible que haya habido una especial sensibilidad en el ambiente político. Es más, resulta tranquilizador que las democracias repudien los momentos históricos en que se produjeron quiebres democráticos. Además, el disenso y la crítica son evidencia de la salud de una democracia, por lo que nadie debería preocuparse cuando la visita de un presidente estadounidense es recibida con protestas y marchas de repudio en algún país de América Latina.
Pero sí resulta sorpresivo que mientras la visita a Cuba alimentó un debate sobre el futuro –con simpatizantes y detractores que discrepan sobre qué será mejor para el futuro de Cuba–, la visita a Argentina alimentó tanto el debate sobre el futuro, cuestión que buscaban ambos gobiernos, como la discusión sobre el pasado en las relaciones bilaterales. Las críticas a Estados Unidos por el apoyo a la dictadura que violó los derechos humanos –y cuyas heridas siguen abiertas– opacaron en parte la intención de explorar posibilidades de cooperación que resulten beneficiosas tanto para Argentina como para Estados Unidos.
En la evaluación de su exitosa gira a América Latina, el presidente Barack Obama y aquella parte de la opinión pública estadounidense que presta atención a América Latina probablemente concluirán que una de las sorpresas del viaje fue que recibieron más críticas por el comportamiento histórico de su país hacia Argentina que hacia Cuba, y que el sentimiento antiestadounidense tiene también más seguidores en Argentina que en Cuba.
*Profesor de Ciencias Políticas, Universidad Diego Portales, Chile. Master Teacher of Liberal Studies, New York University.