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Rodrigo a la Fresán

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Simplificando mucho, podríamos decir que existen dos clases de obras, o dos clases de novelas. Una se inscribe dentro de los tradiciones más difundidas y aceptadas (la novela policial, romántica, de terror, etc., etc.), esa que se llaman géneros populares y en las que el autor acepta sus convenciones –las reglas del género– para producir en el lector el efecto del reconocimiento más inmediato, la satisfacción del encuentro con lo conocido. Por supuesto, ese sistema de acatamientos incluye una gota de singularidad: la que permite que diferenciemos a un autor de otro, a un productor de novelas policiales con detectives-cocineros con otro productor de novelas policiales con detectives embalsamadores del antiguo Egipto. 

Por supuesto, a la larga, esa clase de géneros evolucionan y se transforman, ya sea por salto súbito (una intuición/invención genial), o porque sus referencias extratextuales se modificaron. Pero la base está, lo identificable, lo tranquilizador (novela con detective que fuma en pipa, usa pilotos ingleses y descubre que el asesino es el mayordomo; novela con detective borracho y melancólico y con el capitalismo como asesino serial).

Después, mucho más reducida dentro del vasto océano de las escrituras, encontramos los libros que se proponen como signos de lo nuevo, libros que piden que los leamos sin referencias previas y sin la cómoda adecuación a lo conocido. No se trata de una novela ilegible, sino de aquella que pone en rotación alucinada los elementos conocidos y desconocidos, una novela que lo ofrece todo (tanto sus repeticiones como sus novedades) sin guardarse nada. 

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En eso está El estilo de los elementos, la última novela de Rodrigo Fresán. Una obra monumental, tan habitable como inhabitable, que no se reserva ni se administra estratégicamente, sino que se da toda de golpe y de frente.

 Entrego lo que podrían ser estos de una lectura, fragmentos del desarme de un rompecabezas. En su libro hay algo del ataque obsesivo de Philip Glass, aplicado a un mundo conocido (la familia) que se cuenta como la flora y fauna de un planeta desconocido que estudia una mirada extraterrestre. Esa máquina de desborde ineconómico de la prosa está salpicada y contrastada por un virtuosismo de cuño nabokoviano y animada por una matriz de expansión proustiana, con saludito incluido a Funes el memorioso. El efecto de estilo de estos elementos es tan poderoso que apenas me puse a leer tuve una iluminación súbita, supe qué era ese libro, definitivamente. Después seguí leyendo y me olvidé, y seguí para seguir averiguando de qué se trata.