Noah Baumbach lo hizo de nuevo: usó Netflix con un dream team que va de la estrella Adam Driver a mi querido amigo alemán Lars Eidinger, adaptó la novela White Noise, de Don DeLillo y creó una gema. Aun así, abundan los seudocríticos que quieren restarle uno por uno todos sus muchos méritos. Uno de ellas pisa el palito al asumir el pecado que todo crítico mediocre se deleita en señalar en el artista audaz: la película es demasiado. Demasiado buena. ¡Y vaya oxímoron!
Hay críticos que se sienten elevados por fuerzas apolíneas si depositan su bisturí o su mugrosa saña sobre objetos magníficos; está pasando en sitios especializados y luego con casi toda la gilada que repite en redes. Allá ellos. La actitud conspiranoica, nihilista ante un mundo escalofriante suele echar varias culpas a los artistas y verlos como criminales, tal vez porque ellos son los verdaderos críticos del mundo, los constructores de matrices impensadas. Más allá de gustos, ¿cuál es el problema de hacer las cosas tan bien?
Ruido blanco es larga y divertida, en la mejor de sus acepciones: se desvía. Yo no creería tanto en sus temas aparentes: la crítica a la educación, el uso de la información, el flagelo farmacéutico. Tal vez eso respire en la novela (y de allí que los diálogos estén sobreconstruidos, alejados de un costumbrismo vacilante de monosílabos e insultos de cuatro letras) pero Baumbach además traduce literatura en cine puro: sus catástrofes (son trabajo industrial caro con marca de artesano) están tan bien filmadas y debatidas por el diálogo, que el film dista de ser una sátira de la época de Reagan y habla aquí y ahora.
Sumo mi voto para que dejen hacer más y mejor a los que saben.