El recurso estratégico de los servicios de inteligencia es la información. La información es el insumo y el producto de su tarea. La edición, el conocimiento, el almacenamiento, la distribución y el control de esa información son formas de gestión del poder. Aunque todos los Estados realizan inteligencia, los modos en que administran la información y el secreto son muy diferentes. La democracia asume, así, distintas acepciones.
En la Argentina, la información que producen los servicios está reglada por la Ley de Inteligencia Nacional de diciembre de 2001. Esta ley, cuyo reemplazo anunció la presidenta Cristina Fernández de Kirchner el lunes, prevé un importante control parlamentario al aparato de inteligencia que fue sistemáticamente eludido hasta ahora. Además, en su Título V dispone el carácter secreto de toda la información. Mientras que la norma promueve el secreto, las fugas son el fluido que lubrica el engranaje de los servicios de inteligencia con los tres poderes del Estado, el resto del estamento político, la elite económica y los medios de comunicación.
La dosificación de la información reservada disciplina a los poderes institucionales y fácticos. No es un esquema accidental; es deliberado. Parece imaginado por Leonardo Sciascia: las fugas de información se cotizan en un influyente mercado negro protagonizado por los custodios de una ley que ordena, severa, confidencialidad y secreto.
La muerte del fiscal Alberto Nisman transformó en macroscópica e indisimulable la putrefacción de ese engranaje que hasta ahora sólo interesaba a organizaciones de defensa de derechos humanos. La anunciada reforma de la Ley de Inteligencia promete un nuevo sistema de clasificación de información. Pero, como plantea Hernán Charosky en Bastión Digital, (http://ar.bastiondigital.com/notas/preguntas-la-afi#sthash.PuPIwDb3.l6gczFcm.dpuf), “sin un mecanismo claro e independiente que justifique los límites al acceso (a la información) en razones legales (…) la nueva ley estará aumentando y no reduciendo el campo de secreto de este organismo”.
La prometida revisión del modus operandi de los servicios de inteligencia es, pues, una oportunidad para reemplazar la cultura medieval del secreto de Estado por otra, democrática, que imponga el acceso a la información pública. Por supuesto, la noción de “información pública” desborda los difusos contornos de los servicios de inteligencia, cuya acción debería limitarse a las amenazas y los conflictos que afecten inequívocamente a la seguridad. Información pública alude al conjunto de los datos que procesa el Estado.
Así como es preciso institucionalizar y democratizar los servicios de inteligencia, es necesario avanzar con la secularización de la información pública. Negar su acceso conduce a una cultura de la intimidación mediante el uso selectivo de esos datos por parte de quienes los conocen. Esa es una de las razones por las que todos los países de Sudamérica –excepto Argentina, Bolivia y Venezuela– cuentan con leyes de acceso a la información pública.
*Especialista en medios.
En Twitter: @aracalacana