Fue una puesta en escena como las que le gustan armar a Sergio Massa. Él ocupando la cabecera de la mesa, flanqueado a ambos lados por el ministro de Transporte, Alexis Guerrera, la ministra de Trabajo, Kelly Olmos, un grupo de empresarios, que dócilmente aceptan ser tratados de extorsionadores, y sindicalistas del sector.
El que toma la palabra es el ministro de Economía –con breves intervenciones de los otros dos–, que desgrana una larga perorata con cara de circunstancia –es decir, enojo–, transmitida por cámaras propias instaladas en el despacho en donde se celebró esa reunión. Esa puesta en escena en la que aprovechó para, de paso, tirarle un palo al Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, se completó con algunos títulos publicados en algunos medios en los que se decía que era Massa quien había levantado el paro. Nadie explicó por qué esa decisión del candidato presidencial del oficialismo de intervenir en el conflicto buscando una solución no se produjo en la tarde-noche del jueves, lo cual les hubiera evitado a cientos de miles de personas las penurias que tuvieron que padecer para poder llegar a sus trabajos, objetivo que muchos no alcanzaron.
Esta sobreactuación oportunista del exintendente de Tigre es una de las razones por las que muchos integrantes de la cúpula de La Cámpora, así como también militantes hacen escuchar su disgusto. Esa muchedumbre que navega por la orfandad que crea la ausencia de dirigentes con volumen político es un verdadero eufemismo, para denominar a la falta de liderazgo que existe en ese universo de la anacronía en el cual todo remite al pasado. La épica de lo que fue bueno, no puede faltar.
Allí Massa genera desconfianza. Es la misma desconfianza que le tiene Cristina Fernández de Kirchner que, por las dudas, intentó blindarse y se aseguró el dominio de las listas a diputados y senadores en la provincia de Buenos Aires. Sergio Massa es una claudicación de CFK impuesta por la imposibilidad de sostener su candidatura, no por causa de la inexistente “proscripción” sino por la cruda realidad de saber que, si hubiese competido por la Presidencia, le habría aguardado como resultado una inexorable derrota. La jefa aún no puede digerirlo. La “kirchnerización” de Massa debería ser una alerta para aquellos sectores empresariales que pretenden ver con buenos ojos su postulación. No deberían olvidar que, en esencia, es un mentiroso, lo cual encaja perfectamente en la tipología K. Sin embargo, existe un Massa para cada paladar. Hay un modelo progresista que quiere, pero no logra coquetear con La Cámpora y el kirchnerismo duro. Hasta accedió a incluir como asesor al exvicepresidente condenado Amado Boudou, como una muestra de su “flexibilidad”.
Hay también un Massa más políticamente correcto que busca seducir a los empresarios y al círculo rojo y hay un Massa que quiere impregnarse de peronismo clásico, para tentar a los gobernadores. Cada uno puede identificarse con el que más le convenga, pero la pregunta que sobrevuela tanta puesta en escena es lógica: ¿cuál de todos los modelos será el real si llegara a quedarse con el sillón de Rivadavia? Probablemente uno para cada ocasión, como nos tiene acostumbrados a lo largo de su sinuosa trayectoria política.
Mientras tanto, la preocupación principal en el oficialismo pasa por llegar al proceso electoral de la forma más ordenada posible y sin grandes sobresaltos. Tarea difícil o, más bien, imposible. De ahí que haya surgido la posibilidad de generar vía FMI un acuerdo de transición con desembolso de dinero incluido para apaciguar cualquier frente de tormenta. Un detalle no menor: el ministro de Economía que es –además– el candidato del oficialismo, es el principal interlocutor con el Fondo Monetario y, como se cae de maduro, será uno de los beneficiarios directos de las políticas que puedan diseñarse. La ética y la incompatibilidad de funciones es algo que nunca le preocupó al Frente de Todos contra Todos, hoy rebautizado Unión por la Patria. El kirchnerismo sigue siendo experto en escribir relatos teñidos de camuflaje.
En la oposición la guerra de guerrillas sigue a la orden del día. Hay en el fondo un problema de base que comparten los postulantes de ambos lados de la grieta. Ninguno de los modelos que se disputan el poder supo canalizar su continuidad política generando uno o más herederos, para suplir a los ya desgastados dinosaurios que custodian la polarización. No hay figuras nuevas que hayan decantado naturalmente como cuadros políticos que aseguren el futuro. Lo de Massa fue un parto por cesárea –más traumático que consensuado– y la brutal pelea a cielo abierto entre la exministra de Seguridad Patricia Bullrich y el alcalde porteño Horacio Rodríguez Larreta es una muestra de que No tan Juntos por el Cambio tampoco supo preparar un sucesor. Tanto Mauricio Macri como Cristina Fernández tienen su enorme cuota de responsabilidad por no haber sabido soltar a tiempo.
El extremo que describe esta parte de la realidad es el caso de los candidatos que saltan de la Provincia a la Ciudad para ocupar cargos ejecutivos haciendo interpretaciones bastante remanidas de la Constitución. Con un abanico de opciones representativo, esto no hubiera sido necesario.
En los últimos días la campaña ha mostrado la peor cara de la política. El ataque directo a las personas, la descalificación y discriminación por orientación sexual, condición física, color de piel y una larga lista de etcéteras, se ha intentado naturalizar y ocultar bajo pretextos pueriles y faltos de empatía. Esto pone de manifiesto la poca calidad personal y profesional de algunos dirigentes que aspiran a ocupar cargos en el país.
No podemos bajar la vara y justificar lo injustificable. Un buen dirigente político debe ser, ante todo, una buena persona.
Sin la más mínima calidez humana y sin nociones básicas de respeto, ningún país tiene destino. La Argentina no es la excepción.