Una de cada cinco mujeres sufre algún tipo de violencia machista a lo largo de su vida. De estas situaciones, muy pocas son denunciadas. De cada 100 denuncias que se hacen efectivas, menos de tres llegan a sentencias. Y de las que llegan a sentencias, apenas el 1% tiene condena.
Hace algunos años, el Comité de Expertas de la OEA analizó la correlación entre el número de denuncias y el personal destinado a atenderlas, informando que en Argentina la Oficina de la Mujer de la Corte Suprema de Justicia recibe unos 17.000 casos al año que debe tramitar un equipo de algo más de 100 personas. Esta cifra –que no incluye las realidades de los municipios, las comunas y los parajes del interior– es apenas un retrato de lo que sucede en todo el territorio. Equipos mínimos (mayoritariamente integrados también por mujeres), con precario reconocimiento laboral, y discontinuo seguimiento y supervisión, y escasos recursos institucionales para construir articulaciones sólidas, duraderas y coherentes.
Ya no es una novedad que quienes tienen a cargo la escucha activa, la contención, la protección de personas que llegan sorteando traumas, vergüenzas, estigmas muchas veces silenciados durante años, son víctimas del “burnout” o de la “fatiga de solidaridad”.
Profesionales especializadas y comprometidas terminan agotando su capacidad de empatía cuando se hartan de chocar con las contradicciones entre los diferentes poderes, las competencias entre jurisdicciones, la avidez del sensacionalismo periodístico que no respeta intimidades ni procesos a la hora de seguir vendiendo estereotipos y alimentando bufetes jurídicos, ante el escepticismo general.
Entre las violencias de género, el abuso sexual es una de las situaciones más complejas de abordar, porque ocurre en contextos de intimidad. Es la palabra de la víctima contra la de su agresor, quien habitualmente ocupa un lugar asimétrico de poder por su condición de género y la construcción patriarcal subjetiva de la que gozó desde su asignación de identidad, más su edad, su reconocimiento, su condición económica, su posición simbólica, entre otras recurrencias habituales.
Hay una precondición que los victimarios construyen y constatan antes de elegir a sus presas. Un recorrido de aproximación, una especulación sobre las circunstancias propicias, una elaboración del propio perfil como insospechable de semejante conducta, una premeditación. Herencia del kit de mandatos de masculinidad que nuestra sociedad tiene preparado tempranamente para cada varón que llega al mundo y que adapta y especializa según el contexto en el que se desempeñe. No todos agotan sus recursos, ya se sabe. Solo los “mejores alumnos del patriarcado” sacan “mayor provecho” de sus privilegios.
Como sociedad habilitamos el abuso y lo sostenemos con una gigantesca estructura burocrática que lo protege. La inversión en cientos de miles de operadores y operadoras de los distintos poderes del Estado, de las más diversas jurisdicciones, no han logrado reducir la cantidad de situaciones de abuso que desde hace años siguen registrándose en nuestro país, traspasando fronteras geográficas y sociales. Pese a que la publicidad oficial pretendidamente correcta anuncia estructuras, capacitaciones, designaciones, dispositivos, nunca conocemos la relación entre estas “inversiones” y sus resultados. No contamos con sistematizaciones, monitoreos, evaluaciones de las políticas públicas desde observatorios de probado reconocimiento técnico, para un diagnóstico pormenorizado de avances y obstáculos.
Las estadísticas mencionadas, que vienen denunciando diferentes organismos internacionales, indican que la impunidad es la clave para que las víctimas descrean de la denuncia. Y así, los abusos se multipliquen, perpetuando la indiferencia, la sordera social.
¿Para qué denunciar? Ante la desazón, el escrache aparece como una rebeldía desesperada. Me incluyo entre quienes consideran que este gesto punitivista es un recurso contradictorio con el paradigma del feminismo, que se vuelve incluso contra las propias víctimas, pero no dejo de observarlo como un claro emergente de un hartazgo similar al que le dio origen.
Hasta que la sociedad civil no tenga capacidad para exigir al Estado una política de las características de las que se alinearon al “Nunca Más” (con patrocinio jurídico estatal gratuito, genuino y eficiente, subsidios a las víctimas, equipos de acompañamiento que puedan impulsar y sostener procesos a largo plazo, recursos técnicos para investigar con premura, sentencias, y condenas ejemplificadoras y un amplio repertorio de organismos destinados a repudiar las violaciones de los derechos humanos de las mujeres), será difícil de convencer a las sobrevivientes de que la denuncia proporciona contención, alivio y justicia reparadora.
Comunicadora feminista