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ÉRASE UNA VEZ...

Construir un puente comienza con un simple y pequeño acto de valentía

Un relato sobre reencuentros y segundas oportunidades se enlaza con una vivencia personal. Dos historias distintas unidas por el mismo hilo: la fuerza de los pequeños actos que construyen puentes.

Padre e Hijo
Padre e Hijo | Pixabay

Un rabino relató que, una vez, llegó a estudiar un alumno con desafíos neurológicos. Un chico dulce, frágil, con una historia que, desde el primer minuto, le partió el alma, tenía problema en el habla pero era muy inteligente.

Le contó que sus padres lo habían dejado en un lugar apenas nació cuando descubrieron que tendría complicaciones de por vida. Eran millonarios, acostumbrados a la comodidad y al lujo. Nunca lo visitaron, nunca lo abrazaron, nunca le dijeron “hijo”. Solo enviaban, mes a mes, un cheque generoso y se convencían que estaba en el mejor lugar.

El maestro, profundamente conmovido, decidió intentar lo que parecía imposible: tender un puente entre ese niño y sus padres. Cuando los llamó, la respuesta fue fría, seca, casi mecánica:

— Por nada del mundo. Esa decisión la tomamos hace muchos años. No hay nada más que hablar. No fue una decisión fácil, lo hicimos por él y por nosotros.

Pero él insistió con la perseverancia de quien sabe que hay vidas enteras pendientes de un gesto:

—Entiendan… hay miles de niños huérfanos que sueñan con conocer a sus padres, pero no pueden. El suyo está vivo, está acá, en Manhattan. ¿Cómo puede ser que ni siquiera quieran mirarlo a los ojos?

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Tal vez por insistencia, tal vez por cansancio, o quizá por un instante de humanidad que atravesó todas sus defensas, aceptaron verlo. Se juntaron en el central Park.

Ahí fueron, el rabino, el joven, y los padres, el clima estaba denso, nadie quería cortar el hielo o no podían. Hablaron cinco minutos del clima. Literalmente del clima. Frases vacías, nerviosas, casi caricaturescas. Hasta que el rabino —con el corazón apretado— no pudo contenerse:

— No vinimos a conversar del tiempo. Y creo que yo ya no soy necesario acá así que me voy.

Y entonces, inesperadamente, el niño con una voz suave, temblorosa, pero increíblemente valiente habló:

— Papá… mamá… yo sé que no soy “perfecto”. Desde que nací tengo mis defectos. Pero, siendo honestos, ustedes tampoco son perfectos. Ustedes casi que abandonaron a su hijo cuando era un bebé. Yo los perdoné por sus imperfecciones. Espero que algún día ustedes también puedan perdonarme por las mías.

La madre rompió a llorar. Sin pensarlo, se levantó y lo abrazó con la desesperación de quien quiere recuperar años enteros en un solo gesto. El padre la siguió. Y en ese abrazo — tan corto, tan largo, tan necesario — una familia rota encontró su primer punto de regreso.

El rabino, viendo la escena en silencio, sonrió con la serenidad de quien fue testigo de un milagro. Hasta ahí la historia. Y quiero conectarla con algo personal.

Quizás yo les cuento historias y no saben quién está detrás de este cuentacuentos. Pero yo tengo una hija con síndrome de Down, el mayor regalo del universo. Cuando nació, había muchas incertidumbres, sobre todo mías —porque mi esposa siempre fue más fuerte, más entera, más consciente del tesoro que teníamos entre nuestras manos—. Esas dudas, con el tiempo, se volvieron mis mejores maestras.

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Y esta semana recibí una nueva enseñanza. No de ella directamente sino de sus compañeros.

Mi hija va a un colegio llamado Maimónides, un lugar hermoso. Y como en todo colegio, al llegar a quinto año se realiza la entrega de la bandera. Todos los chicos, nerviosos, soñando con ser los próximos abanderados. Pero este año algo diferente ocurrió: una de las banderas no se decidió por competencia sino por amor.

Los chicos, por voto unánime, eligieron dársela a la mejor compañera. Y esa compañera fue mi querida Jaia. No pelearon por tener la bandera, pelearon por entregársela a su pequeña compañera. Cuando se la entregaron, se largó a llorar de emoción mientras todos sus compañeros gritaban y celebraban con ella. Un grupo de chicos de quinto grado que se hicieron gigantes por hacer grande a quien, a simple vista, parecía la más pequeña.

A veces, los puentes más importantes de la vida no se construyen con grandes gestos, sino con pequeños actos de valentía.

Y muchas veces, el puente entre lo que somos y lo que podemos ser empieza con un simple, profundo y luminoso acto de los que nos rodean. Quería dedicar este cuento a esos chicos que perdieron ser abanderados para entregarle a la bandera a mi hija y en un pequeño acto se hicieron gigantes.

Buen fin de semana.