Cuando llegaron en barcos, nuestros abuelos inmigrantes, muchos miembros de familias patricias argentinas cuyos antepasados llevaban mucho tiempo en el país, pensaron que los recién llegados eran los más débiles, los perdedores de esa Europa golpeada por mil guerras y a la vez tan lejana. Se equivocaban. Éstos que venían a un mundo del que nada conocían,, a desafiarlo todo, eran los más duros entre los duros, los más valientes, los que desafiarían hasta al Océano Atlántico para construirse, como fuera, un futuro de los buenos.
Dos de ellos eran griegos. Cuando llegaron al enorme puerto de Buenos Aires uno le dijo al otro que deberían, para sobrevivir, adaptarse pronto a las costumbres locales. El otro, desde el barco, con sus manos apoyadas sobre la baranda de hierro de la cubierta, mirando los altos edificios -tan altos como él jamás viera- le dijo que no. Que para sobrevivir ellos tendrían que hacer que los locales se adaptaran a sus costumbres. Que tendrían que hacerse fuertes en los productos que en Grecia y Medio Oriente se consumían desde hacía ya dos mil años.
Cuando se pararon, uno de ellos empezó a fabricar en el barrio de Floresta, el antiguo postre llamado Halvá, con sésamo, clara de huevo, miel, esencia de vainilla, aceite y otras sustancias que formaban un turrón semiblando de sabor increíble.
Cuando una amiga les dijo que parecía de manteca, el hombre se decidió. Lo llamaría Mantecol. Miguel Georgalos, ese era su nombre, cambió el sésamo que aquí en Argentina no era fácil de conseguir por el más criollo maní. Apenas empezó a distribuir su producto, los argentinos se enamoraron de él.
Cuando Georgalos usó los dibujos animados de Manuel García Ferré, el creador de Apteciite y Antifaz de Hüiitus, Larguirucho y de tantos otros en publicidades, dando vida a la famosa Pandilla Mantecol, cuyo jingle era “contento por la vida voy, saboreando el rico Mantecol”, este manjar griego llegó a estar en boca de todos.
Georgalos se mudó a Río Segundo, en el corazón de la región productora de maní para estar cerca de donde se cosechaba la materia prima. Allí montó una fábrica, en las instalaciones de la que era antiguamente la que producía la famosa Cerveza Río Segundo, con alrededor de mil empleados.
El Mantecol se vendía en los almacenes cortado a cuchillo, en lata, envuelto en papel metalizado vinilizado, con nueces, en recipientes redondos de cartón, en baldes plásticos de veinte kilos, con nueces. Como fuera, pero se vendía. Y se vendía como pan caliente. Incluso se exportaba a más de 30 países.
Los Georgalos, para pagar una deuda debido a las crisis económicas que siguieron al Efecto Tequila, vendieron la marca Mantecol a Cadbury, que actualmente lo elabora con ese nombre, aunque con algún muy leve cambio en su composición.
Pero la leyenda del turrón que se difundió al mundo desde Córdoba aún continúa. Los Georgalos siguen fabricándolo con el nombre Nucrem, tan puro como en sus comienzos. Y también producen el turrón Namur y los caramelos Flynn Paff, entre otras delicias.
Hoy, los Georgalos están, junto a Arcor, dentro de los tres mayores fabricantes de golosinas de todo el país. Al otro griego inmigrante del comienzo de esta historia, Demetrio Elidais, no le fue tan mal. Creó un tipo especial de alfajores a los que fabricó usando algunos toques de sabor de esa Grecia tan recordada y jamás olvidada. Y los llamó, simplemente, Havanna. El resto es historia conocida, sobretodo en Mar del Plata.
Miguel Georgalos, un inmigrante que creó el postre más increíble: ese que tiene el sabor más extrañado y el más entrañable, el de nuestra propia, querida y recordada infancia.
(*) Autor de cinco novelas históricas bestsellers llamadas saga África.