De acuerdo a la Constitución nacional, los gobiernos locales son responsables de la provisión de los servicios públicos de transporte urbano, junto a otros servicios como electricidad y agua y saneamiento. Esto implica organizar y controlar la provisión de los servicios, regular sus tarifas y buscar fuentes alternativas de financiamiento cuando las tarifas no llegan a cubrir los costos de producción. Esta regla se aplica en todo el país salvo en el Área Metropolitana de Buenos Aires (AMBA) donde el gobierno nacional se hace cargo de los servicios públicos.
Asociado a esta anomalía institucional emerge una grosera discriminación geográfica. En la práctica, implica que se usan fondos nacionales, es decir recursos generados gracias al esfuerzo de todos los argentinos, para beneficiar a los habitantes del AMBA. Basta comparar el costo del boleto de transporte urbano o la factura de electricidad o del agua entre el AMBA y el interior para ponerle números a esta enorme inequidad.
Estos servicios son los más conocidos, pero no los únicos. Similares consecuencias se derivan, por ejemplo, de que las rutas en el AMBA estén a cargo de la Nación (con peajes en general mucho más bajos que en el interior) o que los servicios de justicia ordinaria en el caso de AMBA se financien con presupuesto nacional, mientras que en el resto del país son cargados a los presupuestos provinciales.
La inequidad es tan irritante que el tema ocupa un espacio cada vez más central en la agenda de políticas públicas. Para el gobierno nacional se plantea varios desafíos. Por un lado, reducir las erogaciones en subsidios porque su creciente impacto sobre las finanzas públicas la hace financieramente insostenible. Por el otro, eliminar la discriminación contra el interior del país. A esto se agrega un tercer objetivo, que por olvidado no deja de ser muy importante, que es procurar que las intervenciones públicas induzcan comportamientos socialmente positivos. El ejemplo más claro es inducir el cuidado del medio ambiente.
El caso del transporte
La teoría económica avala intervenciones públicas que desalienten el uso de los autos particulares. Las razones pasan por los costos sociales (es decir, que soporta el resto de la sociedad) que genera en términos de contaminación medioambiental, congestión, accidentes y saturación del espacio público y de la infraestructura de movilidad. Encarecer con impuestos el transporte en autos particulares y abaratar por medio de subsidios los medios alternativos son las herramientas disponibles para cumplir con este objetivo social. Diferentes combinaciones de estos instrumentos se usan en los países bien organizados.
En el caso de la Argentina el impuesto a los combustibles se encuadraría en esta lógica. Pero la asignación de esto recursos dista de ser la más pertinente. Por un lado, por los privilegios que genera en favor del AMBA. Por el otro, porque genera privilegios sectoriales por estar centrada fundamentalmente en subsidiar la oferta de transporte público. Se subsidia al ómnibus, al chofer, al gasoil y no a la persona que usa un medio alternativo a su auto para movilizarse. Eso permite afirmar que, bajo este esquema, los privilegios no solo son para el AMBA sino también para las corporaciones del transporte -la Unión Tranviarios Automotor (UTA) y la Federación de Empresarios del Transporte (FETAP)-.
Este mal uso de fondos públicos no solo incentiva la corrupción sino también la degradación del servicio. Las necesidades de movilidad de la población cambian en función del vertiginoso ritmo que impone la tecnología y que fue potenciado por la pandemia. Teletrabajo, servicios digitales, comercio electrónico afectan la demanda de movilidad. Pero por el lado de la oferta, gracias a los subsidios, el sector del transporte público de pasajeros permanece cómodamente anquilosado.
Terminar con todos los privilegios
Para priorizar el bien común es necesario salir del “laberinto” de subsidios y, al igual que en el resto de los servicios públicos, establecer que en el AMBA la organización, control y tarifación del transporte esté a cargo de los gobiernos locales y no de la Nación. Los impuestos a los combustibles pueden seguir cobrándose centralizadamente, pero la distribución debería ser automática hacia cada jurisdicción en base a criterios objetivos. Los fondos no deberían ser usados para subsidiar la oferta de transporte público sino para incentivar y ayudar a que las personas, con más énfasis las de menor ingresos, a que usen medios de movilidad socialmente más conveniente. Esto puede ser el transporte público, pero también medios de transporte alternativas como las bicicletas o los monopatines.
En esa lógica una manera simple y objetiva de distribución del impuesto a los combustibles probablemente sea según población y superficie de cada jurisdicción. La clave es evitar seguir con la tradición de usar indicadores que reflejan la oferta de servicios (ómnibus, kilómetros, empleados, gasoil). Los subsidios tienen que estar direccionados equitativamente en función de las necesidades de la gente y no de los intereses de los operadores del sector. También es clave contemplar reglas para que cada provincia asigne estos recursos para estimular una mejora en la accesibilidad y calidad del transporte público y la promoción de medios de movilidad alternativa. Esta es la manera de terminar no solo con los privilegios el AMBA sino también el que disfrutan las corporaciones del transporte.
(*) Coordinadora del equipo de investigación de Idesa