El amor, en los tiempos que corren, se ha vuelto un poco fugaz. Al igual que lo que le pasaba a uno antes con los autos, que después de un choque importante insistía con hacerles chapa y pintura y hasta rectificación del motor con tal de conservarlos. Lo mismo se hacía con el amor. Ahora, todo cambió.
Y se trata, con demasiada rapidez, de cambiar de modelo, buscando en las aparentes ventajas de lo más nuevo una solución a los problemas. Y, al final, como pasa con los vehículos, casi siempre se descubre que, como los viejos modelos, elegantes pero aguantadores como sábana de abajo, ya casi no se fabrican más.
Hubo una época cuando a los tatuajes solo los llevaban los presidiarios, los marineros o los nativos de la Polinesia, cuando en el barrio o en el pueblo uno no podía hacerse esa dermopigmentación.
Por eso, el amor se trataba de consolidar mediante pruebas botánicas. Sí, mediante la ayuda de un sufrido y añoso vegetal. Era como con una navaja, en un lapacho de una plaza o en el algarrobo de un parque, Alfredo y Liliana quedaban unidos en un corazón tallado o José se entregaba, generoso, lignina y celulosa mediante, a los brazos de una inolvidable Carmen. Y eso quedaba allí, para siempre. Pero justamente ahí radicaba el problema. Además de que la herida en el árbol producía, a veces, una infección micótica que podía terminar secándolo, cuando ese amor terminaba la inscripción quedaba para la eternidad. Por eso, cuando los vientos del romance cambiaban, quedaba el tronco expuesto al regreso de la navaja, ya en manos de la furiosa dama decepcionada o del caballero abandonado. Ah, sí. Eran tiempos difíciles para los árboles más robustos y, por lo tanto, más buscados. Pero así como estaban estos casos de promesas amorosas por mutilación vegetal, también estuvo en Córdoba un caso único en el mundo: el del estanciero Pedro Ureta.
Pedro Ureta llevó su idea de construir un monumento vegetal con 7.000 árboles, que tuviera forma de guitarra, de 25 cuadras de largo, a los mejores paisajistas del país. El hombre estaba decidido: quería hacerlo a lo grande, en 25 hectáreas de su propio campo y con cipreses y eucaliptos.
Cuando le preguntaron si era para poder ver su extraña obra desde el aire, desde un avión, ya que desde la tierra no se podría, Ureta dijo que no. Que él le tenía miedo a los aviones y que jamás volaría. Entonces lo tomaron por un loco y nadie se animó a ese emprendimiento, que era casi psiquiátrico.
Nadie excepto Pedro Ureta, un descendiente de vascos y por lo tanto un hombre de voluntades firmes. Se había casado con Graciela, con quien había tenido cinco hijos pero que había fallecido muy joven, al cumplir los veinticinco años.
Ella siempre había soñado con ese inmenso proyecto arbóreo, una variante de los mensajes tallados por las parejas en los troncos de los árboles, solo que en este compromiso de amor habría, involucrados, 7.000 cipreses y eucaliptos, a los que no solo no se los dañaba sino que se los animaba a crecer.
Pedro Ureta los plantó de a uno y desde que medían menos de un metro. Sus hijos, desconfiados en un principio, lo ayudaron al verlos crecer. Cuando pasó el tiempo, muchos pilotos de avión refirieron el caso de una guitarra perfecta, con cuerdas y clavijas, en medio de la inmensa Pampa, en el centro de Argentina. Cuando Google Earth la descubrió, el tema explotó. Llegaron a la estancia, a 19 kilómetros de General Levalle, en el sur de Córdoba, hasta del Wall Street Journal a hacer entrevistas.
Pedro Ureta falleció en 2019. Su creación, ese Taj Mahal vegetal increíble y casi desconocido, es un monumento al amor. Pero es, a la vez, una advertencia para quienes creen que no hay hombres que, como el inolvidable Pedro Ureta, sean capaces de amar a alguien por siempre. Y así, con ese amor como escudo, hacer que una relación sea para siempre y se mantenga con vida, burlándose de esa eterna enemiga que, para el hombre ha sido siempre la muerte.
(*) Autor de cinco novelas históricas bestsellers llamadas saga África.