Diversos países en Europa dictaron el aislamiento social, preventivo y obligatorio para contener la propagación del coronavirus. En plena cuarentena, muchos empleados de los sectores considerados “esenciales” trabajan en las sombras expuestos al riesgo de contraer el COVID-19 por el bienestar del resto de la población.
Varios periodistas de la agencia AFP recogieron testimonios de esos empleados que se ponen la cuarentena al hombro. Se trata de los que se dedican a la recolección de residuos, el reparto domiciliario, la atención en negocios, entre otros oficios que a menudo pasan desapercibidos y hasta son menospreciados por la sociedad pero sin los cuales ahora no se podría sostener el confinamiento.
Una de ellos es Ester Piccinini, enfermera de la ciudad italiana de Bérgamo, una de las más afectadas por el coronavirus donde los cementerios ya no tienen lugar y están colapsadas las cámaras funerarias. Esta joven de 27 años vive en Albino, un pueblo cerca de esa localidad, y trabaja en el Hospital Humanitas Gavazzeni.
El drama de Bérgamo, donde los cementerios ya no tienen lugar
Su tarea en el centro médico era coordinar el ala de los “pacientes privados”, aquellos que se encuentran a la espera de alguna intervención quirúrgica. El 1º de marzo todo cambió: la zona pasó a estar dedicada al coronavirus y se instalaron allí los afectados más graves, que necesitan asistencia respiratoria antes de ser trasladados a cuidados intensivos.
"Mi trabajo ha cambiado completamente", confesó Piccinini, quien está casada, sin hijos, y gana entre 1.400 y 1.500 euros por mes (1531-1641 dólares)). "Ya no veo a mis padres, porque no quiero arriesgarme a infectarlos. Por la mañana, cuando llego al servicio, hago la señal de la cruz esperando que todo vaya bien. No lo hago por mí, no me preocupo por mí porque estoy protegida. Pero espero que los pacientes estén bien", contó.
"Cuando un paciente es trasladado a cuidados intensivos, significa que su situación es crítica. Tratamos de tranquilizarlos. Una caricia vale más que mil palabras", manifestó la joven enfermera.
España registra 864 nuevas muertes por coronavirus y eleva su cifra máxima diaria
España es el segundo país con más decesos del mundo por coronavirus y ya superó los 100 mil contagiados. En la ciudad de Alcorcón, a 13 kilómetros de Madrid, trabaja Ana Belén, 46 años, como cajera en un supermercado.
"No se puede comparar a las cajeras con el personal sanitario, pero digamos que la conciencia real de que hay que protegerse unos a otros, no la tenemos del todo. Hay clientes que todavía vienen al supermercado todos los días", constató la cajera. "La recomendación ahora es hablar lo menos posible. Hay clientes que son conscientes de la situación, otros que también nos dirigen palabras de aliento", agregó.
"En las cajas, 95% de los empleados son mujeres, con frecuencia con niños, ancianos o dependientes de los que se ocupan... Así que vienes a la caja registradora, pero al mismo tiempo piensas en tu madre, considerada más de riesgo, te preguntas si solo le traes sus provisiones, si vas a transmitirle el virus...", relató.
Hay clientes que todavía vienen al supermercado todos los días, constató la cajera
Francia también sufre los estragos provocados por el COVID-19. Mohamed, de 40 años, es basurero en París y destaca el vacío que hay en las calles desde que se decretó el confinamiento. "Uno se siente solo en el mundo, no hay nadie con quien hablar", expresó el hombre.
"Vamos con una bola de angustia en el estómago, pero no tenemos opción. Me gustaría que me hicieran un test y si fuera negativo iría al trabajo con más tranquilidad", explicó Mohamed que trabaja del mediodía hasta las ocho de la noche y gana 1.550 euros mensuales (1696 dólares).
En las primeras semanas de marzo, no disponían de equipo pero uno de sus compañeros dio positivo al coronavirus y entonces llegaron los guantes, las máscaras y el gel hidroalcohólico. Mohamed vive con la "angustia" de poner en peligro a sus padres de 70 y 80 años, con quienes convive.
Desde el inicio del confinamiento, Mohamed constató un cambio en la mirada de la gente. "Hay quienes nos saludan, que nos desean buena suerte. Nos sentimos valorados y nos da un poco de alegría", afirmó, a la par que dijo que la gente los aplaude desde el balcón cuando pasan. También están quienes se apartan al verlos por miedo al contagio. “Los entiendo", confesó el hombre.
Usman, de 22 años, es repartidor de comidas en Bruselas, y confesó que trabaja con "un poco" de miedo porque no sabe si sus clientes están afectados por el virus. "Cuando llego a la casa del alguno, pongo el paquete en el maletero de mi bicicleta, digo hola y me aparto para que tome su pedido", detalló.
Desde que empezó el brote de COVID-19 se armó una improvisada "barricada de seguridad", hecha de cajones, para respetar las distancias de seguridad entre la cocina y los repartidores que esperan ser contactados. Estos últimos tienen que pagar los guantes y las máscaras de protección de su propio bolsillo.
Usman no lleva máscara. "Había comprado una caja al principio pero ya no tengo más y no conseguí otra", comentó. El joven, cuya familia es oriunda de Guinea, precisó que las propinas no crecieron demasiado y que hace alrededor de una decena de entregas por día. Él cobra 400 euros a la semana (437 dólares) en su bicicleta eléctrica, que alquila por 170 euros al mes (186 dólares).
No todo es negativo. Muchas de las personas que reciben sus entregas les muestran su agradecimiento."Los clientes nos dicen 'gracias por su valentía'. Es un placer seguir trabajando", consideró Salahedin, uno de los cocineros del local cuya comida reparte Usman.
Los clientes nos dicen 'gracias por su valentía'. Es un placer seguir trabajando, consideró el cocinero Salahedin
Alemania, donde la propia canciller Angela Merkel se autoimpuso el aislamiento tras haber estado expuesta a la enfermedad, la situación no difere demasiado de las anteriores. Dirk Foermer, de 50 años, es auxiliar de enfermería en una residencia de ancianos de Berlín desde 1996.
En la residencia hay 37 personas mayores, de las cuales muchas sufren de demencia. "En este momento, la situación de las personas empleadas en residencias de ancianos, tiendas, etc. es más reconocida, algo agradable, por supuesto", valoró Foermer. "La población se da cuenta de cuánto depende en realidad de esos empleados. Es gratificante", agregó.
La dificultad en su área de trabajo pasa por el hecho de que muchas de las nuevas normas sanitarias son difíciles de aceptar para las personas con demencia. "Se les puede decir que es peligroso y que no se debe salir (...) Otros no entienden por qué sus familias no los visitan. En particular, se utiliza Skype o FaceTime" para mantener el contacto con los familiares, relató.
Uno de los principales temores de Dirk es la posible aparición de casos de COVID-19 en su establecimiento. "Anteriormente, los residentes a veces querían abrazarnos, este gesto es difícil en este momento, tenemos que mantener las distancias", indicó el hombre. "Tenemos gente con la que hemos forjado lazos muy fuertes y si los perdiéramos por el virus, sería muy difícil", señaló.
B.D.N./FeL