Hacía una vida y media que no lo veía y no recuerdo bien cuándo fue la última vez, pero sí que durante algunos años inventaba notas en los medios en los que trabajaba para poder entrevistar a Dalmiro Sáenz. La fascinación provenía de encontrarme con el tipo más incorrecto que había conocido: un hombre de clase alta devenido en montonero, que había estudiado hasta tercer año y se convirtió en un escritor de éxito primero y de culto después, crítico de la dictadura cuando la mayoría de sus colegas guardaba silencio.
Esa admiración adolescente arrancó justamente a esa edad, cuando su libro “Yo también fui un espermatozoide” me hizo llorar de risa con el mismo humor irónico que tenía Woody Allen antes de ser Woody Allen. Pero no sólo me divertía, también me daba dinero, porque aquella pequeña obra encabezaba la lista de los libros que más me compraban mis compañeros del Pellegrini en tiempos en los que me dedicaba al tráfico ilegal de literatura usada.
Ya decidido a ser periodista, no podía dejar de entrevistarlo. Fue en la revista Retruco durante la dictadura. Lo fuimos a ver con mi socio Jorge Fernández Díaz a su casona de Congreso. Creo que él venía de un paso por el exilio en Uruguay y, a falta de grandes periodistas que le dedicaran tiempo, aceptaba pasar algunas horas con dos chicos de 19 años que lo ametrallaban a preguntas fuera del clima de época: militares (“por qué nos va a gobernar un grupo que no está hecho para eso”), medios (“son fundamentales en esta etapa de guerra política para manipular a la gente”), autocensura (“nunca he tenido ese problema, siempre me han censurado”), peronismo (“toda mi generación empezó por ser antiperonista”), la educación (“es el despotismo ilustrado de nuestro tiempo”), la literatura (“en un mundo feliz no existirían los escritores”), la creación (“es poner los pies en el suelo, de lo contrario estás mariposeando; por eso me gusta la poesía, pero la poesía sólida, no juego de palabras”), su formación (“soy lo que la gente llama un inculto”), la generación del ’70 (Castillo, Hecker, Manzur), Borges y el boom de ventas de Jorge Asís con sus “Flores robadas…”, etc.
No nos importó tanto si coincidimos con él, pero esa primera visita a su casa nos llenó de explosivos la cabeza y de oxígeno el pecho en aquellos años oscuros.
Volví en busca de ese oxígeno otras veces, supongo que dejé de hacerlo cuando ya no lo necesitaba. Lo seguí con “Setenta veces siete”, “No”, “Treinta, treinta”, “¿Quién, yo?” o “Carta abierta a mi futura ex mujer”. Y lo dejé bien entrada la democracia cuando arrancó con sus ensayos y sus novelas políticas (“El día que mataron a Alfonsín”, “La patria equivocada”, “Cristo de pie” o “Isabel: la razón de su vida”).
Tengo en mente una imagen de ambos viajando en taxi. Para mis ojos siempre lo vi viejo, por eso me sorprendía esa aparente contradicción entre su aspecto y su explosiva juventud. Pero en ese viaje, que fue hace muchos años, lo vi tan viejo y tan joven como nunca hablando de sus temas preferidos: el país, sus libros, sus conquistas femeninas. Al taxista le costaba mantener la atención en el tránsito, se reía y se ofendía por igual con lo que escuchaba. Yo lo veía de perfil a Dalmiro, tenía sus anteojos rotos, los marcos sujetos con cinta scotch o algo así. Se bajó del auto en medio de una lluvia como la de hoy, sin paraguas. Mientras lo hacía le pregunté cuándo se iba a arreglar los anteojos. “En cualquier momento –me dijo bajo la lluvia- apenas tenga tiempo para semejante boludez”.