CULTURA
El cine de duelo

Agnès Varda: un recuerdo personal

La realizadora francesa y pionera del cine feminista, considerada como "la abuela de la Nouvelle vague", falleció a los 90 años. Edgardo Cozarinsky la despide.

03042019 Agné Varda
Agnés Varda, la notable realizadora francesa fallecida la semana pasada. | AFP

A lo largo de una obra heteróclita (“que no sigue las reglas gramaticales, que es poco normal o está fuera de orden” según los diccionarios), Agnès Varda se reinventó con un coraje sereno, sin miedo a la industria ni a la crítica. Si su primer film fue considerado precursor de la extinta nouvelle vague y hoy parece formalista, ya en el segundo, Cleo de 5 a 7, hay un desborde de entusiasmo juvenil, una inédita deambulación por un París estival visto como una ciudad casi mediterránea. El film culmina con una inesperada secuencia de tono grave: el encuentro de dos posibles condenados: la mujer frívola que recibe el resultado de los análisis que podrían detectar un cáncer y el soldado llamado a pelear en la guerra de Argelia, la última guerra colonial de Francia.

Agnès trazó otros retratos fuertes de mujeres: las amigas que no separan una vida profesional de éxito opuesto (L’une chante, l’autre pas), la vagabunda que elige un destino errante (Sans toi ni loi), pero tengo para mí que lo que permanecerá más ligado a su nombre de cineasta son esos films, largos o cortos, “documentales” o ensayos, que prodigó infatigablemente: retratos de sus vecinos, de actores o desocupados, de personajes dedicados a recuperar lo que descarta el consumo, films casi “caseros”, concebidos y montados en su casa de la rue Daguerre, un bunker de creatividad familiar y amistosa, pintado con esos colores vibrantes a los que nunca tuvo miedo ni escrúpulo de “buen gusto”. “El descarte a menudo dice más que lo guardado” comentó tras la proyección en la Cinémathèque de mis Apuntes para una biografía imaginaria.

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Me parece reconocer algo muy propio del Mediterráneo en Agnès. Aunque haya nacido en la capital más triste de Europa, su padre era griego, uno de esos griegos de Esmirna que debieron huir cuando Turquía hizo su “limpieza étnica” en 1922, incendió esa ciudad cosmopolita y desterró a las comunidades europeas instaladas desde hacía siglos en ella.

Para Agnès, nacida en 1928, ese desastre solo podía ser un recuerdo heredado, parte de una saga familiar. Henri Langlois, el legendario creador de la Cinémathèque Française, en cambio, había nacido en Esmirna y tenía ocho años de edad cuando desde la cubierta del barco que rescataba a los ciudadanos franceses veía las llamas que devoraban el escenario de su infancia. Al salir de la proyección de Citizen Langlois, el film que dediqué al sacerdote de la conservación y la difusión de todo el cine, sin preocuparse por los prestigios adquiridos, Agnès me abrazó y solo repitió una frase de mi comentario: “Tal vez haya sido necesario perderlo todo muy temprano para más tarde querer conservarlo todo”.

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Creo que nunca he asistido a una efusión de cariño como la que suscitó -lejos de Francia, en la Argentina, en los Estados Unidos, en Vietnam– la noticia de su muerte. Es algo solo comparable con la celebración de una rock star de muerte temprana. Fueron noventa años consagrados a crear. En plena madurez Agnès se renovó al reconocer las oportunidades que inauguraba la llegada de lo digital. Ya en 1950, Cocteau declaraba: “Cuando el cine esté al mismo alcance que el papel y el lápiz, entonces veremos quiénes son los verdaderos poetas”. Agnès permanecerá como un ejemplo de indestructible juventud.