CULTURA
"NIEVE" UNO DE LOS LIBROS DE ORHAN PAMUK

Así escribe el premio Nobel de Literatura 2006.

El jueves 12, el narrador turco Orhan Pamuk se alzó con el máximo galardón de la Academia Sueca de la Lengua. Su obra, traducida ya a 30 idiomas, ameritó en 1991 el lauro francés Descubrimiento Europeo y en 2005 el Premio de la Paz de los libreros alemanes. A los 54 años, este escritor de Estambul sigue siendo un militante independiente acusado de traidor en su porpio país, al que él culpa por la masacre de un millón de armenios y 30.000 kurdos en 1915. Aquí y ahora, un anticipo exclusivo de su novela Nieve, de inminente aparición en la Argentina.

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El silencio de la nieve, pensaba el hombre que estaba sentado inmediatamente detrás del conductor del autobús. Si hubiera sido el principio de un poema, habría llamado a lo que sentía en su interior el silencio de la nieve.
Alcanzó en el último momento el autobús que le llevaría de Erzurum a Kars. Había llegado a la estación de Erzurum procedente de Estambul después de un viaje tormentoso y nevado de dos días, y mientras recorría los sucios y fríos pasillos intentando enterarse de dónde salían los autobuses que podían llevarle a Kars alguien le dijo que había uno a punto de salir.
El ayudante del conductor del viejo autobús marca Magirus le dijo: “Tenemos prisa”, porque no quería volver a abrir el maletero que acababa de cerrar. Así que tuvo que subir consigo el enorme bolsón cereza oscuro marca Bally que ahora reposaba entre sus piernas. El viajero, que se sentó junto a la ventanilla, llevaba un grueso abrigo color ceniza que había comprado cinco años atrás en un Kaufhof de Frankfurt. Digamos ya que este bonito abrigo de pelo suave habría de serle tanto motivo de vergüenza e inquietud como fuente de confianza en los días que pasaría en Kars.
Inmediatamente después de que el autobús se pusiera en marcha, el viajero sentado junto a la ventana abrió bien los ojos esperando ver algo nuevo y, mientras contemplaba los suburbios de Erzurum, sus pequeñísimos y pobres colmados, sus hornos de pan y el interior de sus mugrientos cafés, la nieve comenzó a caer lentamente. Los copos eran más grandes y tenían más fuerza que los de la nieve que le había acompañado a lo largo de todo el viaje de Estambul a Erzurum. Si el viajero que se sentaba junto a la ventana no hubiera estado tan cansado del viaje y hubiera prestado un poco más de atención a los lumas, quizá hubiera podido sentir la fuerte tormenta de nieve que se acercaba y quizá, comprendiendo desde el principio que había iniciado un viaje que cambiaría toda su vida, habría podido volver atrás.
Pero volver atrás era algo que ni se le pasaba por la cabeza en ese momento. Con la mirada clavada en el cielo, que se veía más luminoso que la tierra según caía la noche, no consideraba los copos cada vez más grandes que esparcía el viento como signos de un desastre que se aproximaba sino como señales de que por fin habían regresado la felicidad y la pureza de los días de su infancia. El viajero sentado junto a la ventana había vuelto a Estambul, la ciudad donde había vivido sus años de niñez y felicidad, una semana antes por primera vez después de doce años de ausencia a causa del fallecimiento de su madre; se había quedado allí cuatro días y había partido en aquel inesperado viaje a Kars. Sentía que la extraordinaria belleza de la nieve que caía le provocaba más alegría incluso que la visión de Estambul años después. Era poeta, y en un poema escrito años atrás y muy poco conocido por los lectores turcos había dicho que a lo largo de nuestra vida sólo nieva una vez en nuestros sueños.
Mientras la nieve caía pausadamente y en silencio, como nieva en los sueños, el viajero sentado junto a la ventana se purificó con los sentimientos de inocencia y sencillez que llevaba años buscando con pasión y creyó optimistamente que podría sentirse en casa en este mundo. Poco después hizo algo que llevaba mucho tiempo sin hacer y que ni siquiera se le habría ocurrido y se quedó dormido en el asiento.
Demos cierta información sobre él en voz baja aprovechándonos de que se ha dormido. Llevaba doce años viviendo en Alemania como exiliado político aunque nunca se había interesado demasiado por la política. Su verdadera pasión, lo que ocupaba todos sus pensamientos, era la poesía. Tenía cuarenta y dos años, estaba soltero y nunca se había casado. Acurrucado en el asiento no se le notaba, pero era bastante alto para ser turco y tenía la piel clara, que habría de palidecer aún más durante aquel viaje, y el pelo castaño. Era un hombre tímido a quien le gustaba la soledad. De haber sabido que poco después de dormirse su cabeza caería sobre el hombro y luego sobre el pecho del viajero que tenía al lado debido a las sacudidas del autobús, se habría avergonzado muchísimo. El viajero cuyo cuerpo caía sobre el vecino era un hombre honesto y bienintencionado y siempre estaba melancólico como los personajes de Chejov, que a causa de esas mismas particularidades fracasan en sus aburridas vidas. Volveremos a menudo sobre la cuestión de la melancolía. Tengo que decir que el nombre del viajero, que se ve que, a juzgar por su incómoda forma de estar sentado, no seguirá dormido mucho más, era Kerim Alakusoglu pero que, como no le gustaba en absoluto, prefería que le llamaran Ka, por sus iniciales, y eso será lo que haremos en este libro. Nuestro protagonista escribía testarudamente su nombre como Ka ya en los años de la escuela en ejercicios y exámenes, firmaba Ka en las listas de la universidad y siempre estaba dispuesto a discutir al respecto con cualquier profesor o funcionario. Como había publicado sus libros de poesía con aquel alias que había conseguido que aceptaran su madre, su familia y sus amigos, el nombre de Ka poseía cierta mínima y misteriosa fama en Turquía y entre los turcos de Alemania. Y ahora, como el conductor que les desea buen viaje a sus pasajeros después de salir de Erzurum, yo también voy a añadir algo: que tengas buen viaje, querido Ka... Pero no quiero engañarlos: soy un viejo amigo de Ka y sé lo que le ocurrirá en Kars incluso antes de comenzar esta historia.
Después de Horasan el autobús se desvió hacia el Norte en dirección a Kars. Ka se despertó bruscamente cuando un carro apareció de repente en una de las cuestas que se elevaban retorciéndose y el conductor dio un fuerte frenazo. No le llevó demasiado tiempo adherirse al clima de hermandad que se creó en el autobús. Aunque estaba sentado justo detrás del conductor, cuando el autobús frenaba en las curvas o cuando pasaban junto a un barranco, él, como los pasajeros de atrás, se ponía en pie para ver mejor la carretera, señalaba con el índice, intentando mostrársela, una esquina que se le había escapado al pasajero que limpiaba el empañado parabrisas con el gozo de ayudar al conductor (la colaboración de Ka pasó desapercibida) e intentaba descubrir, como el conductor, hacia dónde se extendía el asfalto, ahora invisible, cuando arreció la ventisca y los limpiaparabrisas se mostraron incapaces de limpiar el cristal delantero, repentinamente blanco.
Las señales de tráfico no se podían leer porque las cubría la nieve. Cuando la ventisca comenzó a golpear con fuerza, el conductor apagó las luces largas y el interior del autobús se oscureció mientras que la carretera se hacía más clara en la penumbra. Los pasajeros, atemorizados y sin hablar entre ellos, miraban las calles pobres de los pueblos bajo la nieve, las luces pálidas de casas destartaladas de un solo piso, los caminos ya cerrados que llevaban a lejanas aldeas y los barrancos que las farolas apenas iluminaban. Si hablaban, lo hacían en susurros.
El compañero de asiento de Ka, en cuyo regazo se había quedado dormido, le preguntó también en un susurro a qué iba a Kars. Era fácil darse cuenta de que Ka no era nativo de allí.
—Soy periodista –musitó Ka... Eso no era cierto–. Voy por las elecciones municipales y por las mujeres que se suicidan –eso sí que lo era.
—Todos los periódicos de Estambul han publicado que el alcalde de Kars ha sido asesinado y que las mujeres se suicidan –dijo su compañero de asiento con un fuerte sentimiento que Ka no pudo descubrir si era orgullo o vergüenza.
Ka habló de vez en cuando a lo largo del viaje con aquel delgado y apuesto campesino con el que volvería a encontrarse tres días más tarde en Kars mientras los ojos le lloraban bajo la nieve en la calle Halitpasa. Se enteró de que había llevado a su madre a Erzurum porque el hospital de Kars no era lo bastante bueno, que se dedicaba a la ganadería en una aldea cercana a Kars, que se ganaba a duras penas la vida pero que no era ningún rebelde, que –por misteriosas razones que no podía explicar a Ka– se sentía triste no por él sino por el país y que estaba contento de que alguien tan culto como Ka viniera desde la mismísima Estambul a interesarse por los problemas de Kars. Había algo noble en su simple manera de hablar y en su actitud mientras lo hacía que despertaba respeto en Ka.
Ka sintió que la mera presencia del hombre le daba tranquilidad. Ka recordaba aquella tranquilidad, que no había sentido en sus doce años en Alemania, de cuando le gustaba comprender y tener cariño a alguien más débil que él. En momentos así intentaba ver el mundo a través de la mirada de la persona por la que sentía compasión y afecto. Cuando lo hizo ahora, Ka se dio cuenta de que le tenía menos miedo a la interminable tormenta de nieve, de que no caerían rodando por un barranco y de que, aunque fuera tarde, el autobús acabaría por llegar a Kars.
Cuando el autobús llegó a las nevadas calles de Kars a las diez, con tres horas de retraso, Ka fue incapaz de reconocer la ciudad. No pudo descubrir dónde estaban ni el edificio de la estación que había aparecido frente a él el día de primavera en que había llegado veinte años atrás en un tren de vapor ni el hotel República, con teléfono en todas las habitaciones, al que le había llevado el cochero después de pasearle por toda la ciudad. Todo parecía haber sido borrado, haber desaparecido bajo la nieve. El par de coches de caballos que esperaban en la estación le recordaban el pasado pero la ciudad era mucho más triste y pobre que la que Ka recordaba haber visto años antes. A través de las ventanas congeladas del autobús, Ka vio edificios de cemento como los que se habían construido por toda Turquía en los últimos diez años, anuncios de plexiglás, iguales en todos sitios, y carteles electorales que colgaban de cuerdas extendidas de un lado al otro de las calles.
En cuanto se bajó del autobús y sus pies se posaron en la blanda tierra, un intenso frío le subió por la pernera de los pantalones. Mientras preguntaba por el hotel Nieve Palace, donde había reservado habitación por teléfono desde Estambul, vio caras conocidas entre los pasajeros a los que les entregaba el equipaje el auxiliar del conductor, pero no pudo descubrir de quiénes se trataba bajo la nieve.
Volvió a verles en el restaurante Verdes Prados, al que fue después de instalarse en el hotel. Un hombre avejentado y cansado pero todavía apuesto y atractivo con una mujer gruesa pero activa que por lo que se veía era su compañera en la vida. Ka los recordaba de Estambul, de las obras de teatro políticas, tan llenas de consignas: el hombre se llamaba Sunay Zaim. Mientras les contemplaba absorto se dio cuenta de que la mujer se parecía a una compañera de clase de la escuela primaria. Ka vio también la piel pálida y muerta tan propia de los ambientes teatrales en los otros hombres que les acompañaban a la mesa. ¿Qué hacía aquella pequeña compañía de teatro esa nevosa noche de febrero en aquella ciudad olvidada? Antes de salir del restaurante, que veinte años antes se mantenía gracias a funcionarios encorbatados, Ka creyó ver en otra mesa a uno de los héroes izquierdistas de la revolución armada de los setenta. Pero parecía que sus recuerdos se hubieran borrado bajo una capa de nieve, como Kars y el restaurante, cada vez más empobrecidos y pálidos.
¿No había nadie en la calle a causa de la nieve o de hecho nunca había nadie en aquellas congeladas aceras? Leyó cuidadosamente los carteles electorales de los muros, los anuncios de academias y restaurantes y los pósters en contra del suicidio que la delegación del Gobierno acababa de fijar y en los que estaba escrito: “El Ser Humano es una Obra Maestra de Dios y el Suicidio una Blasfemia”. Ka vio a un grupo de hombres que contemplaban la televisión en una casa de té medio llena con las ventanas cubiertas de escarcha. Le alivió un tanto ver los antiguos edificios de piedra de construcción rusa que en su memoria convertían a Kars en un lugar especial.
El hotel Nieve Palace, con su arquitectura báltica, era una de esas elegantes construcciones rusas. A aquel edificio de dos pisos y estrechas y altas ventanas se entraba pasando bajo un arco que daba a un patio. Mientras cruzaba aquel arco, construido ciento diez años antes y bastante alto como para que los coches de caballos pudieran pasar con comodidad, Ka sintió una emoción indefinida, pero estaba tan cansado que no le dio demasiadas vueltas. Con todo, tengo que decir que dicha emoción tenía que ver con una de las razones por las que Ka había venido a Kars: tres días antes, cuando Ka fue de visita al diario La República en Estambul, se encontró con Taner, un amigo de la juventud, y éste le contó que en Kars iba a haber elecciones municipales y que, al igual que había ocurrido en Batman, las jóvenes de Kars parecían infectadas por una extraña epidemia de suicidios, y le propuso que fuera a Kars si quería escribir al respecto y así ver y conocer la Turquía real después de doce años de ausencia, y que como nadie parecía presentarse voluntario para aquel trabajo podría darle una tarjeta de prensa provisional, y además añadió que la bella Ipek, su compañera de universidad, también estaba en Kars. Aunque se había separado de Muhtar, Ipek seguía viviendo allí en compañía de su padre y su hermana, en el hotel Nieve Palace. Mientras escuchaba las palabras de Taner, que hacía comentarios políticos para La República, Ka recordó la belleza de Ipek.
Ka subió a la habitación 203, en el segundo piso, cuya llave le entregó el recepcionista Cavit mientras veía la televisión en el vestíbulo de alto techo del hotel, y respiró tranquilo después de cerrar la puerta. Se examinó con cuidado y concluyó que, al contrario de lo que había temido durante todo el viaje, ni su mente ni su corazón estaban preocupados por que Ipek estuviera o no en el hotel. Ka le tenía un pánico mortal a enamorarse, con el poderoso instinto de quienes recuerdan su limitada vida sentimental como una serie de sufrimientos y vergüenzas.
A medianoche, con el pijama ya puesto y antes de meterse en la cama, entreabrió ligeramente las cortinas. Contempló cómo los enormes copos de nieve caían sin cesar.

Agradecemos a Luis del Mármol.