Es de mañana muy temprano y paramos en una estación de servicio al borde de la autopista a Rosario. Bajo enseguida, somos cinco amontonados en un auto y quiero estirar las piernas. El baja último. Va en el asiento del acompañante con todo el asiento corrido lo más atrás que da, para contener ese cuerpo largo y enorme, el hombre más grande que vi en mi vida, más grande todavía que mi tío Polaco. Lo veo salir. Primero la cabeza con el cabello medio largo y gris, la espalda un poco encorvada, la mano tallosa agarrándose del techo del auto para darle impulso al resto del cuerpo, una pierna, la otra, el otro brazo… Cuando por fin termina de salir no viene hacia nosotros que lo esperamos para entrar a tomar un café. Se aleja, camina lento por el playón de cemento hasta donde empieza el pasto, más cerca de la ruta, y se queda allí parado, mirando los autos y los camiones que pasan a toda velocidad.
Enseguida el humo blanco de los Imparciales se recorta contra el día que no sé si está nublado o es por la hora de la mañana que está así, lechoso. Se queda allí fumando, solo. Y el brazo de la mano que sostiene el cigarrillo y el otro brazo empezarán a gesticular porque está hablando, no sé con quién, pero está hablando y cuando habla lo hace con todo el cuerpo.
Estamos yendo con Lai a Camilo Aldao, el sitio donde pasó su infancia y su adolescencia. Estamos yendo cincuenta años después de que abandonó el pueblo y por los menos diez años después de la última vez que lo visitó.
Es el único viaje que hice con él. Duró tres días y fue un infierno. A Lai no le gustaba salir de su departamento, alejarse de sus perros akita y de sus gatos que lo protegían, que formaban un cerco infranqueable entre él y la muerte.
Nos quedamos en un hotel de Corral de Bustos, un pueblo vecino, porque según él el hotel de Camilo Aldao estaba lleno de cucarachas. En ese viaje Lai estuvo irritable, malhumorado, fastidioso pero también profundamente emocionado. Y se portaba como un chico que no puede con eso: la nostalgia, el dolor de los días que se fueron para siempre, la melancolía de volver al paraíso perdido de la infancia.
Fue el único viaje físico, de desplazamiento en el tiempo y en el espacio, que hicimos juntos, pero en realidad Laiseca fue un viaje alucinante que me duró diecisiete años. Cada semana que me tomé el 86 cuando él vivía en San Telmo, la línea A cuando vivía en Caballito o fui andando las cinco cuadras que separaban mi casa de la suya los últimos años en Flores; cada vez que me abría la puerta y me decía: ¿Cómo le va, Chanchito? Un viaje personal, iniciático, al corazón de un hombre lleno de tinieblas que de vez en cuando se abrían y dejaban pasar una luz que encandilaba, que seguía irradiando en mí durante días.
En esos viajes semanales solía tararear el himno de la Unión Soviética a cuento de nada y enseguida echarse a reír o a llorar. Podía reírse o llorar con la misma soltura, con la misma exageración con que hacía casi todo, con esa misma extravagancia.
Los últimos encuentros antes del último fueron en el patio del geriátrico donde vivía. En el patio hay una palmera, cada vez que iba, la mirábamos y le calculábamos la edad. El fumaba con la ansiedad de un prisionero y yo le llevaba varios atados que se guardaba en los bolsillos de la campera o el pantalón. Algunas mañanas hablábamos mucho y otras, apenas. Entonces nos quedábamos callados, nos mirábamos y sonreíamos.
Nos quisimos tanto, Lai. Ahora me deja sola para quererlo y para todo. Buen viaje, chancho fino.