Johann Wolfgang von Goethe (1749 - 1832), de quien se dice que se despidió de este mundo pronunciando la ampulosa solicitud: “¡Más luz, más luz!”, bastante lógica para un teórico del color fue, en el inicio de su carrera, el Dan Brown de su época. “Las penas del joven Werther” (1774) fue un título “superventas” con traducciones instantáneas y ediciones múltiples, y aportó sus baldes de arena tanto a la historia del romanticismo como a la del suicidio adolescente. Los alemanes -como buenos alemanes- trataron de ocultar esta plaga con un manto de silencio y una tibia apelación distrital a la censura (en algunas ciudades se prohibió la venta del libro), mientras que los ingleses -anglocéntricos como buenos ingleses- la llamaron “mal inglés” 2400 años más tarde del suicidio tercerizado de Periandro, que no animó a sus compatriotas a llamar “mal griego” a la experiencia de la autoeliminación.
La historia de Werther es la de un joven protoromántico que sale de un fracaso de amor para entrar como por un tubo en otro, del que ya no saldrá sino con los pies hacia adelante. Werther ama a Carlota porque desde el primer momento puede dar fe de que ese acto es imposible. Tara clásica y bien ganancial del romántico: imaginar un plan propio al cual de dedicarle la vida, con la condición de que allí el romántico no pueda encajar nunca. Es decir: ir a más yendo a menos.
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Werther codicia a Carlota, quien ya viene de fábrica con su prometido Albert. Pero en el sistema amoroso que se plantea a fines del siglo XVIII sólo hay lugar para dos. El tercer lugar, que no sucede en el espacio material sino en el cerebro recalentado de Werther, no es otra cosa que un universo sostenido por sus especulaciones. Véase la escena en la que roza a Carlota con un dedo durante una décima de segundo para comprobar cómo de la nada el enamorado hace un mundo. Cuando no llora (ningún personaje lloró tanto en un libro), “lee” las desgracias de su amor o, como sucede antes de suicidarse, descansa del agotamiento al que lo reduce su trabajo de amante. Hasta el final de la historia, y como era esperable que se revelara el ideologema top del romántico, Werther no pide que lo dejen amar sino que lo dejen sufrir.
Se ha dicho que en el momento clave de “Las penas del joven Werther”, Carlota oficia de asesina encubierta al darle a Werther las armas que este le pide a Albert. Quien lo dijo (especializado en armas, no en amor) olvida que mucho más grave que darle las pistolas es haberle dado la causa que lo impulsó a usarlas: “... y yo apuro con voluptuosidad la copa fatal que ella me presenta”.
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Las precisiones que se han revelado de la juventud de Goethe prueban que “vivió” las penas de su personaje pero no el suicidio que, en cambio, sí experimentó por despecho amororso su amigo Karl Wilhelm Jerusalem. Para el romántico no hay más que una consigna: “Amor o muerte”. Mejor dicho, la consigna es la de la muerte una vez que en la consola de las emociones se selecciona el modo “amor imposible”.
La agonía de Werther dura lo suficiente para que se tema “por la vida de Carlota”. La rueda del romanticismo no deja de girar y ahora es ella quien tiene la posibilidad de inspirarse en el modelo que inspiró.