Ultimamente, cuando se habla de literatura latinoamericana no está muy claro si está viviendo un buen o un mal momento. Pasa como con todo: es un asunto opinable, y depende en gran medida de la perspectiva que se adopte. Desde el punto de vista de la, por así decir, “visibilidad”, no cabe duda que en los últimos años se han multiplicado los escritores de este lado del Atlántico que han logrado generar algún interés en otros países.
Sin embargo, y desde el punto de vista de la circulación, lo que se puede decir es que las cosas no han cambiado mucho en las últimas décadas: si bien en varios lugares –Argentina, por ejemplo– ha habido una suerte de “boom” de editoriales independientes, las redes de distribución entre los distintos países del continente siguen siendo absolutamente deficientes, y en efecto todo debe continuar pasando en primer término por la “madre patria”, cosa que, por supuesto, no es nada fácil para los escritores de estas latitudes, por quienes en España sabemos que sigue sin haber un gran entusiasmo, pese a que en los últimos años a varios de ellos la editorial Anagrama les ha dado cierta “notoriedad” –y no protesten si hay exceso de comillas en esta nota; más bien agradezcan que no entrecomillamos incluso a la misma literatura latinoamericana–.
Así las cosas, no deja de resultar celebrable cada vez que se nos da la posibilidad de leer algún autor del continente, y máxime cuando se trata de alguien a quien uno tiene la sensación de estar “descubriendo”, como le ha pasado a quien escribe con el colombiano Evelio Rosero, escritor que ha ganado alguna popularidad con sus novelas, y sobre todo con Los ejércitos, pero que también tiene una obra cuentística muy interesante, y en gran medida desconocida, que ahora Tusquets acaba de reunir en un volumen de cuentos completos, “como si ya me fuera a morir”, dice él en el prólogo, donde también afirma que no cree en los géneros, y que en todo caso “hay uno único, la literatura”.
Sin embargo, en algunos relatos del libro se advierte la presencia de algunos elementos que podrían relacionarse con lo que se ha dado en llamar “realismo mágico” –situaciones inverosímiles y personajes que las naturalizan, en resumen–, o digamos un poco más ampliamente con la poética de algunos autores del “boom”; pero Rosero, con quien dialogamos, no está de acuerdo con esa lectura. “No creo que en mis relatos se roce el ‘realismo mágico’ como tal. Mi generación no participa de esa especie de ‘género’”, dice, aunque reconoce una alusión directa a la obra de García Márquez en Bajo la lluvia, uno de esos cuentos. “Se trata del hombre que salta un charco y no vuelve a caer, se queda flotando. Puede interpretarse como un elogio al vuelo de Remedios la Bella, personaje que admiro, que me parece irresistible.
De todos modos, no es Gabo el autor que despunta cuando se rasca el palimpsesto, sino Julio Cortázar, y sobre todo en los relatos más breves, donde se advierte una especie de “literatura de pasajes”, como calificó Sarlo alguna vez a la poética del autor de Rayuela. En El espejo pintado, por ejemplo, un hombre obsesionado con los espejos consigue un lienzo en el que se ve un espejo ovalado, que refleja un paisaje campestre en el que al final logra introducirse. En Encierros se cuenta la historia un hombre que permanece encerrado en una habitación y solo abre la puerta para recibir un plato de comida, sin que sepamos por qué está sucediendo eso. Sobre el final, el hombre muere y el narrador ocupa su lugar, y tampoco se sabe por qué. Incluso también hay un relato que parece tener una referencia explícita desde el título: se llama Instrucciones para romper una guitarra, y por cierto adolece de lo mismo de lo que adolece hoy el autor de Bestiario: produce un efecto naif.
Pese a todo, Rosero impugna una vez más esta lectura.
—Por supuesto que admiro a Cortázar, y sobre todo en sus cuentos. Pero creo que Kafka fue el autor más determinante en mis textos cortos; en todo caso, defiendo mi estilo y mis temas; son míos. Eso sí, Cortázar, Borges, Felisberto Hernández, Onetti, Horacio Quiroga y, más atrás, Güiraldes, me remecieron desde muy joven, a la par que los autores rusos del XIX. Todavía recuerdo un cuento de Cortázar que me dejó sin habla durante días. Creo que se titula Después del almuerzo.
De cualquiera manera –y sin descartar la posibilidad de que haya leído a Kafka desde Cortázar, por qué no–, hay que tener en cuenta que esos relatos breves, a pesar de que están al final del libro, son las primeras búsquedas de alguien que recién está empezando a construir un estilo propio, y hay que leerlos así. Rosero los escribió a los 20 años, mientras estudiaba Comunicación Social, carrera que terminó abandonando al poco tiempo para dedicarse “a escribir por entero”, apuesta que, por supuesto, no fue nada fácil. De hecho, nunca lo es, y mucho menos para los escritores latinoamericanos, cuyo tiempo libre se sabe que es más costoso que en otros países. En su caso, poco después de publicar –y pagar de su bolsillo– su primera novela, Mateo Solo, decidió ir a probar suerte a París, ciudad donde, según cuenta, llegó a pasar hambre durante un año –en uno de los relatos, que suponemos autobiográfico, hay una pareja que vive en una pequeña habitación de París donde confunden los ruidos del estómago con otros ruidos– y tuvo que subsistir tocando la flauta en el metro Barbés Rochechuart.
Después de esa experiencia, optó por irse a la otra meca de los escritores latinos, Barcelona, y la suerte fue más o menos la misma: ha tenido que sobrevivir a puro vino por un buen tiempo. Aunque finalmente logró su objetivo y la editorial Anagrama terminó publicándole Juliana los mira, novela a la que luego seguirían, entre otras, El incendiado, Papá es santo y sabio, Señor que no conoce la luna y, ya más recientemente, Los ejércitos, con la que ganó el premio del sello Tusquets en 2006.
En cuanto a los relatos, durante su periplo europeo reunió lo que tenía en Cuentos para matar un perro, y una década más tarde publica Las esquinas más largas. Esos dos volúmenes, más los relatos breves publicados en periódicos colombianos a los que nos referimos antes –y que son la parte más floja del libro, digamos–, conforman su obra cuentística completa, en la que hay algunos textos que pecan de lo mismo que los breves, el efecto naif –máxime aquellos donde la narración la asume la voz de una cosa inanimada, una casa o una marioneta–; pero hay otros que sin duda pagan la compra del libro, incluso hasta la luz que uno consume para leerlo. De un modo casi paradójico, se trata de aquellos que trabajan justamente en lo que Rosero no cree: los géneros. El relato Ahora está en el tejado, por ejemplo, acaso esté entre lo mejor que se ha escrito en estas latitudes sobre el tema del vampiro, entre otras cosas por la sutileza con la que está trabajada la ambigüedad respecto de la naturaleza del personaje que es, o se cree, vampiro. En Homo Eroticus, por otra parte, utiliza la fábula para contar una historia grotesca: la de un bibliotecario casi tan deforme como Quasimodo, que un día, leyendo a un autor italiano del Renacimiento, encuentra una moraleja que lo insufla de esperanza, a saber: que “las mujeres aprecian más el grosor del miembro que la belleza del rostro”. A partir de esa revelación –así la vive– se dedica a pensar cuál sería la mejor forma de que alguna dama respetable descubra que tiene un enorme falo, y decide simular un descuido en la playa.
Ahora bien, en ambos textos, y también en muchos otros, subyace siempre una imposibilidad: la de consumar el amor. En general, los personajes de Rosero –en los cuentos, al menos– suelen encontrar uno u otro obstáculo que les impide alcanzar el encuentro sexual.
—¿Por qué piensa que ha trabajado sobre esa imposibilidad con tanta recurrencia en los cuentos?
—Creo que la vida está más llena de estas insatisfacciones, y, por supuesto, también del arrepentimiento que significa no haber logrado lo que quisimos, por este u otro motivo, fracasos en los que casi siempre fuimos los primeros responsables. Siempre me atrajo más ese aspecto, en mis creaciones, el de la lucha sin resultados, el amor trunco, que el del logro, la victoria. Aunque estos últimos también se dan, de vez en cuando. En todo caso, atrae más el abismo que la claridad del valle.
—Y por cierto también se advierte alguna atracción por Bogotá, que es la ciudad en la que transcurren muchos de sus relatos, pese a que en ocasiones se la describe de forma peyorativa. ¿Cómo es, y ha sido, su relación con esa ciudad?
—Bogotá es horrible, pero estoy enamorado de Bogotá. En esta ciudad he vivido y padecido y gozado la mayor parte de mi vida. Los Bogotanos, la sección que considero más importante de mis Cuentos completos, no son ninguna ficción. Quiero decir, no son solo imaginación: los alimenta la realidad directa; muchos de esos cuentos nacieron de una noticia de periódico que yo retransformé. El secuestro de un bus de colegialas, por ejemplo, el hombre al que asesinan porque dijo un piropo a una muchacha. Bogotá es un corazón que trepida; cada día trae su sorpresa, de toda índole. ¿Y cómo no? Con los políticos y la guerrilla urbana que viven en ella, con los hampones y los enamorados de los parques se podría escribir una Ilíada si se tuvieran fuerzas.
—Sin embargo, es claro que no se suelen escribir obras de esa envergadura. ¿Cómo ve la literatura latinoamericana actualmente?
—Veo una gran inclinación, por parte de los escritores jóvenes, al logro de obras comerciales; a despertar un interés fortuito que solo cause la venta o gran venta de libros. No veo mayor trabajo en el tratamiento formal, no hay preocupación por el estilo. Y el arte literario es equilibrio entre la forma y el contenido. Hay ahora solo contenido, pero sin mayores ideas, sin cuestionamiento. Solo encandilar, para vender. El asunto del narcotráfico, por ejemplo, o de la violencia, ha generado una gran cantidad de obras que no cuestionan o indagan el fenómeno, sino lo aprovechan con un objetivo puramente comercial. El sicariato, la figura de Pablo Escobar, el secuestro, la guerrilla, sus crímenes de lesa humanidad, han sido banalizados en la literatura a la altura de un libreto de televisión. Y la televisión, sobre todo, hace apología del asesino, del mafioso, y los diferentes “pablos escobares” se repiten y difunden en otros países, con otros idiomas, pero eso no es garantía de logro artístico, de calidad, de reflexión, y lo mismo ocurre con algunos libros de éxito.
—Pero ¿no hay también muchos autores latinoamericanos que en los últimos años han conseguido algún reconocimiento internacional a partir de la calidad de sus obras?
—Los jóvenes redactan bien, es verdad, pero carecen no solo de vísceras, sino de alma. Y claro que me refiero a los que yo he leído, que no pueden ser todos, pero esta literatura contemporánea tiene que ser un reflejo del mundo actual: la mentira es descarada y se impone y nadie rechista; la mentira es la misma realidad. Yo no veo obras enjundiosas como las que generó el mal llamado boom. Espero verlas en el futuro. No soy pesimista.
—En un artículo que escribió ya hace algunas décadas, en los 80, usted contaba que lo que lo impulsaba a escribir era la desesperación de acabar con una obra y así poner fin a ese estado de hundimiento en el que solía permanecer. ¿Sigue siendo así?
—Sí. La desesperación y el hundimiento no han cambiado.
Una fábula: ‘Homo Eroticus’
Desde que tuvo noción de lo que era el sexo, Homo empezó a sufrir. Homo era horrible: casi un enano, jorobado, unas cejas espesas y rojizas por encima de unos ojillos encendidos que causaban más terror que compasión, una frente estrecha y un cabello hirsuto, o a modo de matorral, todo eso conformaba su físico estremecedor. Había heredado un modesto piso de sus padres –una pareja de comediantes de circo muertos por un león–, y su profesión era la de bibliotecario. Si a esto se añadiera la prudencia que entrega la resignación, la ecuanimidad del espíritu, Homo, seguramente, hubiese sido feliz. Pero dentro de su cuerpo estrecho y mal ensamblado bullía la pasión, la voluptuosidad sin límites, el amor desaforado por cualquier visión femenil que transcurriera contoneándose frente a él. Porque a pesar de su fealdad, o precisamente por ella, Homo era un implacable adorador de la belleza: no toleraba la desproporción en una mujer; cerraba los ojos, despechado, y su voz cavernosa injuriaba al mundo. Había intentado ahogar su pasión convirtiéndose en erudito; consultó libros antiguos en latín; aprendió alemán, inglés y griego; el francés era para él un juego de niños, y, sin embargo, todas y cada una de sus lecturas, incluso las desentrañadas de libros santos y ascéticos que pregonaban la pureza de cuerpo, la espiritualidad, y sobre todo los minuciosos capítulos dedicados a mártires y doncellas sacrificados en fuego, no hacían otro efecto que reavivar su lúbrico delirio. Era como si en cada santo hallara un hermano, su semejante.
Pero fue al consagrarse al italiano, idioma armónico y dulce, cuando Homo encontró la clave de su salvación; leyó un cuento de Girolamo Morlini, feliz autor napolitano que vivió y amó a finales del siglo XV. Se trataba de un jorobado idéntico a él, su espejo antepasado. El cuento se titulaba: «De un bufón que fornicó con una gran dama», y Janni, el personaje, solo se diferenciaba de Homo en que este sabía leer –por algo era un bibliotecario con pretensión a erudito–, y aquel no leía, era un completo ignorante, un sencillo bufón. Y la gran semejanza estribaba en el miembro, regalo de dioses –pensaba Homo–, objeto de adoración en la memoria de los hombres. Pues tanto Janni como Homo eran dueños de armas portentosas, descomunales como las de un asno (…).
Extracto del relato publicado en Cuentos completos (Tusquets, 2019)